Nació en 1763 en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), donde pasó también sus primeros años antes de trasladarse a Madrid. Aquí inició su formación, para después completar sus estudios de Medicina en la Universidad de Alcalá hacia 1790.
En 1794 se incorpora como médico militar al hospital de Girona. Es nombrado primer médico del ejército de Roses, y allí trabajó duramente a causa del sitio que sufrió esta localidad.
Posteriormente es trasladado a Palma de Mallorca al Hospital Militar. Su llegada a Mallorca supuso una revolución que alcanzó prácticamente todos los ámbitos de la ciencia. Y logró, como subraya López Gómez en ‘Dos textos epidemiológicos inéditos de Antonio Almodóvar Ruiz-Bravo’, «un cierto prestigio profesional».
En 1797, ya como miembro de la Academia Médico-Práctica de la ciudad, solicitó crear una escuela de física y química dedicada a enseñar las últimas teorías en ambas materias. Ninguna de las dos disciplinas tenía entidad propia antes del s XVIII, cuando comenzó el interés por la cuestión.
La Sociedad Económica Mallorquina de Amigos del País se convirtió en la aliada del científico, como recuerda Bartomeu Mulet Trobat en ‘La introducció de les noves ciències a Mallorca durant la segona mitad del segle XVIII’. La academia abrió sus puertas en noviembre de 1798 y funcionó, aunque de forma intermitente, durante tres años. Cirujanos y médicos acudían a aquellas clases en las que el manchego explicaba, durante dos horas, los últimos avances en dichas disciplinas acompañados de experimentos.
Quizá fueron sus nuevas misiones las que hicieron que Almodóvar no pudiera continuar con su faceta de profesor. Hacia 1799 recibió el encargo de recorrer la Isla para elegir los mejores puntos donde establecer hospitales capaces de dar servicio a un batallón de 8.000 hombres llegados de Tarragona. Suyo fue el mérito, también, de homogeneizar los métodos de los médicos del Ejército.
Con el nuevo siglo llegó su lucha contra las epidemias y los azotes de la peste. En unos años consiguió los títulos de médico de cámara y médico-consultor de los Reales Ejércitos. Podría haber regresado a la capital donde probablemente aquellas ‘medallas’ le habrían supuesto mayores privilegios. Sin embargo, continuó en Mallorca, donde pronto se convertiría en una suerte de héroe sacrificado por la ciencia y los ciudadanos.
Hacia el año 1820, con un nuevo brote de peste entre Son Servera y Artà, demostró realmente su valía como inspector de contagios, nombrado por la Junta Superior de Sanidad cuando estudió la epidemia y se encargó de que no se extendiera al resto de la Isla.
Su currículum incluía su intervención en otro azote en Palma, cuando fue el primero en declarar aquella fiebre como contagiosa y entró voluntariamente en el lazareto de Ca l’Ardiaca. Lo mismo ocurrió en Cataluña, cuando llegó a Tarragona mientras el tifus hacía que muchos profesores para evitar caer enfermos.
«Por mis penosos trabajos he renunciado a sueldos, gratificaciones, premios y recompensas, concibiendo que todo ciudadano desea servir a la amada patria», escribió hacia el final de su vida. Tan sólo la Academia Médico-Práctica de Barcelona le nombró socio de honor en plena campaña mallorquina. Murió en Palma de Mallorca en enero de 1823 .
Fuente: Laura Jurado en Baleópolis El Mundo de Baleares; 6 de mayo de 2014