Andrés Cejudo López nació en Valdepeñas en 1925, fruto de la unión de Ramona y Julio. Tuvo un hermano, que murió joven víctima de un accidente, y una hermana que dedicó su vida a ayudar a los demás.
Siempre permaneció en Valdepeñas y, por tradición, trabajó en el campo, cultivó viñedos y elaboró vino en la vieja bodega de Buensuceso, en donde fundaría, en 1961, junto a varios amigos el Grupo Artístico-Literario “El Trascacho”. Sus instalaciones siempre estuvieron a la disposición de aquellas personas que se lo han pedido y fue el eterno Caporal del Grupo. Años más tarde, y hasta su jubilación, trabajó en el Museo-Fundación Gregorio Prieto, donde realizó una importante labor en su organización.
Bajo su dirección, las actividades del GAL “El Trascacho” fueron incesantes: actuaciones teatrales, Catas del Vino Nuevo y Anochecer Poético, Limoná de Versos Alcaidianos, concursos de pintura, presentaciones de libros…
“Por San Andrés, cuando el mosto dulce vino es”, el 30 de noviembre, y para celebrar su santo, se convocan los premios de poesía de la Cata del Vino Nuevo y Anochecer Poético. En LV Catas han pasado por allí una nómina grande de poetas y en ella se ensalza la poesía y se celebra el nacimiento de la nueva cosecha. En 1995, la ciudad de Valdepeñas le concedió el título de Hijo Predilecto de la Ciudad y le fue concedido también el nombramiento de Mayoral del Vino.
Solo se publicó un libro con parte sus poemas, que editaron sus amigos en secreto y fue una sorpresa en el homenaje de mayo de 1998, con el beneplácito de su hija y de los componentes de El Trascacho. Su título es Con tres heridas (Valdepeñas, 1998) y está dedicado a la amistad, la cultura, el vino y al recuerdo de Juan Alcaide.
Estaba casado con Berta Donado-Mazarrón y ha tenido tres hijos: Julia, Andrés y Juan Carlos. Era un hombre tranquilo, generoso, apaciguador, adalid de la cultura popular, un hombre bueno.
Andrés Cejudo: amor, inspiración y dulzura.
Conocí a Andrés cuando casi no tenía dieciséis años y apenas había comenzado a escribir. Estudiaba sexto de bachiller, recuerdo que hacía frío. Allí, al Trascacho, nos llevaron nuestros profesores de literatura del Instituto “Bernardo de Balbuena”.
Tras traspasar su portón, entramos en su cocinilla y allí estaba él, Andrés, con un porrón en la mano que enseguida nos ofreció y, cuando aún no nos habíamos acomodado en las pocas sillas que allí había, abrió un libro lleno de poemas que empezó a leer. No, no recuerdo de quien eran los versos, pero sí que era un día destemplado de invierno y que hacía un frío que se iba atemperando con la lumbre de la chimenea, el trasiego del clarete y la amabilidad del que resultó ser el anfitrión de la velada. Sí, así fue como conocimos a Andrés, y digo conocimos porque fuimos bastantes a los que aquel día abrió su alma y algo más.
Como si de un encantador o un “flautista de Hamelin” se tratara nos cogió en un aparte y nos hizo descender los peldaños de su cueva; había poca luz, pero creo que estaba perfectamente estudiada para el fin que perseguía y que no era otro si no atraparte en esa atmósfera tan especial que tiene y a la que él añadía una tinaja abierta por su panza y en la que se escondían tres pequeños barriles.
Fue la primera vez que lo vi haciendo de oficiante de ceremonias, mientras nos relataba que aquellos pequeños toneles estaban allí porque querían ser adalides del amor, de la inspiración y de la dulzura. De los tres nos dio a probar y en cada uno de ellos se detuvo para contarnos sus bondades, sus propiedades y todo aquello que podían sugerirnos.
Tras aquella noche, y antes de marcharnos, pregunté si aquello se hacía todos los días; la respuesta fue que la frecuencia era semanal y que si nos gustaba escribir allí podíamos leer lo que hacíamos y que si nos gustaba hacer teatro también había un hueco desde el que poder colaborar.
Allí, en aquellas reuniones, recuerdo a Antonio León –mi adorado rey Melchor—dirigiéndonos en Proceso a Jesús, a Carlos Guimarai y a su mujer, Sofía, a Antonio Ruiz López de Lerma dando lectura a sus primeros versos, a Pedro Amador, a Manolo Merlo, a Regino León, a Manolo Urdanibia, a Nicolás Rosillo, a Luis Mora… a algunos de los mejores profesores del Bernardo de Balbuena de aquella época: Mariano, Joaquín Santamaría, Mari Ángeles Morales, Antonio, Alfredo, Pepe Torres… y a mis amigos.
Nos invitó e incitó a leer esas cosas que por entonces le confesamos ya íbamos escribiendo, pero bastante teníamos con escuchar y fagocitar el nuevo mundo que aquel hombre nos abría y ponía ante nuestros ojos para que nuestras inquietas mentes lo absorbieran. Nuestra osadía nunca quiso llegar tan lejos.
Seguimos asistiendo –martes tras martes—a aquellas reuniones en las que el humo de la charla, la poesía, el vino y alguna que otra tapa nos congregaba alrededor del fuego y no hubo de transcurrir mucho tiempo cuando nos invitó a una reunión en la que se ensalzaba la unión de “el verso y el vino”. Éramos unos pocos más en la bodega de los que solíamos juntarnos, apenas treinta personas.
Por primera vez, asistí a una “Cata del Vino y Anochecer Poético” –la sexta– y mis recuerdos permanecerán inalterados porque se unieron a “esas pequeñas cosas” con que la vida nos obsequia cuando quiere ser agradable, aunque también he de decir, porque si no lo hago reviento, que siempre sostuve que las catas primigenias eran la forma que siempre tuvo de “convidarnos” por su santo y que lo hacía como más le gustaba uniendo, de forma sagrada, los mundos de los que era arcángel y guardián y que, luego, se han convertido en todo lo contrario, es decir que han sido, y seguirán siendo, la forma en la que sus amigos le han querido recordar y recordarán lo mucho que se lo quieren.
Tampoco fuimos los únicos a quien Andrés le brindó “su primera oportunidad”. Me viene a la memoria la primera o una de las primeras actuaciones en público de unos chicos que no medían más allá de los instrumentos, que ya tocaban con maestría, y en la que ni siquiera estaban todos, los Donado Mazarrón; y, también, con la complicidad de Pedro Amador de escuchar a José Mota (luego componente de Cruz y Raya) y tantas y tantas cosas.
Nunca le importaron ni las diferencias de edades, ni los colores, ni las distintas ideas que las mujeres y hombres solemos anteponernos para parecer distintos. Siempre tuvo palabras amables y su bodega abierta para quien le pedía su uso y se sentía especialmente orgulloso si ese alguien éramos uno de nosotros.
Allí, en “su templo”, que era nuestro, me subí a leer mis versos primeros y he reído, llorado y disfrutado; también allí he encontrado muchos de los grandes amigos que me siguen acompañando.
Nunca alardeó tampoco de lo que guardaba como un tesoro: que descubriéramos que los versos lo habían cautivado hasta tal punto que había sucumbido a adentrarse en su composición, aunque antepusiera los de los demás a los suyos.
Andrés era, sobre todo, un hombre enormemente bueno, que nunca dio importancia a lo que hacía e hizo por muchos de nosotros y sospecho que, cuando acumulaba tanta paz, tanto amor y tanta dulzura que no sabía qué hacer con ellas, bajaba a la cueva del Trascacho y los guardaba –para ofrecérselo a otros como hizo con nosotros– en esas barricas que se esconden en el vientre abierto de la tinaja. Gracias, por tanto, amigo.