Antonio Abad Gil nace en Santa María del Campo Rus (Cuenca), el 10 de mayo de 1921. Fallece el 26 de marzo de 1987 en Lérida, ciudad en la que desarrolló sus obras y permaneció la mayor parte de su vida. Con tan solo tres años, su familia se traslada a Barcelona. No obstante, en 1934, vuelve a Cuenca, en donde estudia Dibujo y Modelado en la Escuela de Artes y Oficios de la Diputación, desde 1934 a 1939. Aquí fue discípulo de Fausto Culebras, y junto con Pedro Mercedes y Amador Motos, forma lo que podemos llamar Generación conquense del 36 o Generación discipular de Fausto Culebras.
En el año 1940, se traslada a Madrid donde estudia Dibujo en la Escuela de Artes y Oficios de la calle de Palma. En 1941, aprende Talla de Piedra y Mármol en la Escuela de Artes y Oficios de la calle Marqués de Cubas de Madrid. En 1942, estudia Dibujo al natural en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
En 1943, debe ir, para realizar el servicio militar, a Lérida, donde se estableció participando en la vida artística de la ciudad; allí conoce a la escritora Teresa Roses, la que será su cónyuge. En esta misma ciudad podemos encontrarle, en el año 1946, como miembro fundador del Círculo de Bellas Artes. En 1962, recibió el Primer Premio de escultura de la Casa de Cultura de Lérida.
Colaboró con el Museo de Cuenca en alguna ocasión para recopilar la obra de su maestro Fausto Culebras. En 1980, participó en el taller de grabado del Museo de Cuenca y en la exposición colectiva que se llevó a cabo. Este mismo año, se le nombra Miembro de la Real Academia de Artes y Letras de Lérida.
La obra de Antonio Abad en un principio siguió la tendencia academicista; debemos adentrarnos en un mundo en el que la figuración clásica aún está imperante en el panorama escultórico. Sin embargo, teniendo como maestro a Fausto Culebras y por la influencia de tantos otros, la obra camina hacia otros derroteros, por lo que el escultor transita hacia un proceso de desaprender lo aprendido, una transformación de liberación de las formas, una evolución de huida creativa. La cual estuvo marcada por una inclinación hacia el expresionismo, mucho menos preocupado por la realidad, por el espíritu, por el concepto en sí mismo.
Pero su escultura no tarda, al igual que sus dibujos, en sumergirse en una segunda fase, dentro de la cual el escultor solo le preocupa la forma viva, la dureza o la suavidad del trazo, la potencia. Es en esta época cuando el escultor empieza a dar especial importancia al vacío (perforaciones, huecos en la escultura), como un ente capaz de transmitir una forma. De este modo, combina masa y espacio, hasta que, en los últimos años, comienza a ensayar procedimientos modulares, en los que la forma que antes acentuaba y omitía, ahora se ve reducida a un elemento codificado, con el que es posible realizar un número infinito de combinaciones.
Como el escultor inglés Henry Moore, Abad Gil se interesa por la figura humana y por sus posibilidades de jugar con las formas, las materias y los espacios, hasta el punto de llegar a convertirse en objetos abstractos. A partir de las técnicas de escultura tradicionales, modelaje de barro, cera y talla en piedra, realiza un trabajo cada vez más sintético, contundente y aporta una expresividad de los materiales empleados. En sus obras, la expresividad, toma protagonismo; el escultor trabaja el material esquematizando al máximo, de manera que prescinde de lo superfluo, para respetar lo necesario, aquello que le es justo para transmitir su mensaje.
Cuerpos femeninos, maternidad, formas genéricas de un hombre solitario, de cabeza baja, pequeña y amargada. Insistiendo en las variaciones al querer una esencia humana petrificada, inmóvil, indefensa.
En la obra que hemos podido encontrar del escultor Antonio Abad Gil gracias al poeta y editor conquense Carlos de la Rica, apreciamos unos comienzos muy marcados de una figuración esquemática, propia de la Escuela de Madrid. Su obra no se aparta del clasicismo, pero con clara inclinación a hacer prevalecer el concepto, para lo que el escultor prescinde de todo detalle, siempre con el hombre como un referente.
En su obra más madura apreciamos una evolución natural, en la que el volumen matérico es fundamental. El escultor busca la contundencia, son obras en las que ha prescindido totalmente de cualquier detalle que le aproxime a algún rasgo de figuración. Sin embargo, la figura humana, el hombre, forma parte imprescindible de sus obras. Es en estos momentos en los que la abstracción llega a su máxima expresión. El hombre continúa siendo fundamental en su obra; sin embargo, su expresión entra en una demostración interior y desecha cualquier referencia exterior. En esta etapa comienza a preocuparse por el espacio interior que forma parte de su obra y que le acompañará hasta el final de sus días. Un espacio, que en un principio aparece tímidamente, como huecos que intentan horadar la materia, romper la contundencia del material, abriéndose camino. En esta época se atisba una lucha interior, un proceso que transporta al escultor hacia un mundo de liberación en donde ese espacio interior formará parte de una dimensión que inesperadamente ha aparecido en su obra y en su vida, y que será la obra más madura y conceptual.
A esta última época pertenece la figura que se nos muestra en su obra monumental situada en la Plaça de la Pau en Lérida. En ella apreciamos cómo el escultor aporta preeminencia al vacío interior, muy común en el existencialismo que se ve reflejado en la escultura de finales del siglo XX. La figura humana esquematizada hasta el extremo, expresa una vibración y una expresividad semánticas muy sugerentes, sobre todo porque lo consigue con una ausencia del rostro y por la posición que adopta, ayudando el vacío en el interior de la composición. La estructura, detenidamente planificada, contribuye con una neutralidad intencionada en la que el ser humano está representado con bastante ambigüedad, ya que el escultor no identifica ni la edad, ni la etnia, ni la identidad sexual; y es que, el creador ha pretendido hablar del hombre como protagonista en una narrativa filosófica a la que le aporta mucho más énfasis que los propios rasgos realistas. Es, por este motivo, por lo que el escultor elimina todo lo que pueda obstaculizar al mensaje que él quiere transmitir. Es como un: “hasta dónde puedo retirar”, para que la obra exteriorice la semántica imaginada. Esa es su preocupación; el escultor dibuja, y redibuja hasta conseguir aquello que quiere expresar.
El escultor Antonio Abad Gil es un adelantado a su época; ha aprendido de aquellos que le enseñaron dentro del clasicismo. Sin embargo, sus expresiones artísticas se van liberando poco a poco del exterior, para dejar un interior que prevalece.
Abad falleció en Lérida, en 1987, con 65 años, sin poder admirar la exposición antológica de su obra (1943-1985), preparada por la fundación de La Caixa, y Madrid se quedó también sin la escultura que había encargado al artista.