Dudo que haya habido otro alfarero en toda España cuyo taller dio lugar tanto a una zarzuela en tres actos (Loza Lozana, ver imágenes 2 y 3) como a una novela (El pintor de cerámica, ver imagen 4); en las dos Pedro figura como uno de los personajes principales: como Pedro Lozano aparece en la primera obra mientras que de nombre y apellido propio en la última.
Pero, sobre todo, se hizo famoso por crear su propia marca muy bien cuidada: Pedro de la Cal y, por debajo, la rueda de Santa Catalina, rodeada de Puente y Arzobispo (ver imagen 5).
Si no se modeló conscientemente en lo que había hecho Juan Ruiz de Luna, lo habrá hecho por su manifiesta intuición propia para los negocios atestada ya por los hechos de que “atendía la fábrica [de su padre] y la venta” (según Pradillo, p. 335), de que figuró en el censo de 1935 como alfarero con su propio taller en la calle Cañada (ibídem) y de que encima había montado un café.
Sea como fuere, aquella marca cosechaba un éxito equivalente al de la marca Ruiz de Luna. Teniendo como objetivo una calidad suprema como la de Talavera. Pedro de la Cal formó una sociedad conjunta con Francisco Arroyo Santamaría como director artístico, puesto que aquel había desempeñado durante largos años en la fábrica de su suegro Juan Ruiz de Luna, y se aprovechó de sus contactos, empleando a su hijo Manuel y al pintor talaverano Miguel Gómez Díaz; es más, agregó a los mejores oficiales disponibles en Puente para aplicar los diseños de Arroyo en la cerámica de la marca naciente.
Todavía hoy sorprende que menos de dos años después de comprar la fábrica Santa Catalina a la heredera de Nevot se estrenó dicha zarzuela con éxito en el Teatro Coliseum de Madrid. Puso a Puente en el mapa de una adinerada clientela madrileña y luego de la nacional hasta la internacional.
Sorprende aún más leer la respuesta de Pedro Lozano a su novia Visita cuando le pregunta al final del acto primero: “Si es la loza la fortuna de la villa, ¿cómo cabe que te envidie?”
-[Pedro:] “Porque sabe que cual la mía, ninguna. […] si saliese impura, por su nombre de español promete Lozano y jura, que antes de darle cobijo, nombre y sello, contra un guijo la estrellaría en el Tajo, por no llorar el trabajo de ser padre de tal hijo. La loza torpe o liviana puedes jurar que no es mía, porque, de loza «lozana», ¡era el vaso en que bebía luceros de la mañana la Virgen Santa María!” (pp. 19-20 de la edición de abajo).
Como para atestiguarlo, Pedro de la Cal ganó los Primeros Premios de la Exposición Regional de 1944, de la Provincial de 1947 y de la Internacional de Madrid en 1959 (según Pradillo, p. 335).
Un efecto secundario era que, al subir el nivel de calidad, la cerámica puenteña se apreciaba cada vez más, resultando en que los demás talleres que tomaron nota a lo largo veían aumentar su negocio también, aunque quizás en menor medida. Según Natacha Seseña, “En 1890 sabemos que había una fábrica de loza fina y tres de basta. Más tarde en 1967, el número de alfarerías de loza fina se incrementó siendo trece el total, mientras que ocho eran las de loza basta. En 1976 eran ya veintinueve los talleres: veinticuatro los de fina y solo tres de basta” (p. 240).
Otro efecto era que por los obradores de la fábrica de don Pedro pasaron muchos aprendices que recibían una formación insuperable que luego les permitió fundar su propio taller para lograr hacerse un nombre propio.
El libro de Pradillo nos informa que Pedro de la Cal era nieto de Silveria Fernández y de Galo de la Cal Sánchez (H. 1835 – 1896 o 1897), ambos de profesión cacharrero y alfarero. Agustín (1871-1950), uno de sus siete hijos, se casó con Bienvenida Rubio Morales y Pedro era uno de cinco hijos del matrimonio que nombra el libro.
Ya podemos ver que Pedro no podía haberse formado con su abuelo, como algunos dan a entender, pero sí de su padre que, según Pradillo, figura como “cacharrero”, “alfarero” “cantarero y ahornaba” [sic] y “(1943-1949) ceramista” [en este orden cronológico bastante extraño, diría yo]. De Agustín dice Pradillo que trabajaba desde joven con su padre Galo, tomó luego las riendas de la fábrica a principios del nuevo siglo, teniendo a su cargo cuatro barreros y cuatro pintores hasta el año 1925, cuando todos los barreros fueron sustituidos por sus hijos (Agustín, Arturo, Galo, Ildefonso y Pedro) y hubo ocho pintores, entre ellos Emilio Cruz y Bruno Moreno Toledano. En este contexto, quizás sea interesante saber que Agustín padre fue nombrado teniente-alcalde en 1924, llegando a ser alcalde de Puente en 1930. También podemos deducir que Pedro no era pintor, pero sí sabemos que aprendía de su padre a hornar y deshornar. Sin datos algunos, Pradillo informa que Pedro asimismo se ocupaba de esto, de experimentar para mejorar los colores que su padre usaba y, por lo demás, “atendía la fábrica y la venta”.
Según el censo consta que en 1935 Pedro tenía su casa en la calle Cañada y ejercía como alfarero; supongo que ya se había independizado y estaba casado o a punto de casarse con Rafaela Carrasco Amor (? – 1983).
¿A quién le hubiera ocurrido pronosticar que 30 años después apareciera en el censo como “industrial”, con una gran fábrica en la calle Queipo de Llano? Según Pradillo, “…exportaba mucho a California, Nueva York, Gran Bretaña, Alemania, Japón y a la Compañía S.A.P.A. de París” (p. 335).
Sin ánimo alguno de disminuir los demás méritos de don Pedro, yo diría que destacaba por su don de empresario. Entre 1991 y 1996 mi mujer y yo visitamos su tienda por lo menos dos veces al año; de ningún otro taller tenemos tantas piezas como del suyo, ¡ni de lejos!
La verdad es que tardamos mucho en confirmar que en Puente hay muchos más talleres muy buenos que merecían la pena conocerlos; pero la aureola de don Pedro nos dejaba cautivada durante muchos años, incluso todavía después de su muerte.
Tampoco éramos los únicos, juzgando por unos compañeros míos, que, por otro lado, nunca parecían llegar a este grado de confianza que experimentamos con don Pedro. Creo que él sabía mucho de psicología, sin necesidad de haberla estudiado. Además, era un excelente interlocutor, por lo menos referente a sus clientes.
Todavía hoy nos acordamos de muchas historias como la de aquel hombre de negocios que quiso llevárselo a Estados Unidos para que él, Pedro, allí fabricara su muy apreciada cerámica con el fin de ahorrar los costes de transporte. O cómo le engañó un señor de una gran embajada en Madrid que consiguió llevarse una vajilla importante sin pagarla nunca.
Una vez nos asustó hasta la médula, cuando, con una sonrisa traviesa, cogió una limonera impresionante y, con ímpetu, la golpeó contra el borde del mostrador, lo que resultó en un sonido agradable como si fuera una campana, claro y fuerte, sin que el cacharro se rompiera. Era su manera de demostrar la calidad de sus piezas.
Una y otra vez también se mostraba orgulloso de los colores que usaba, del verde al igual que del rojo, sobre todo. Le gustó hablar de como solía buscar ciertos cantos por la ribera del Tajo, que luego molía para, de manera alquimista, mezclar los polvos resultantes con ciertos líquidos y así obtener la materia prima de sus colores. No faltaba nunca la referencia a su abuelo: “Si levantara la cabeza y viera lo que he conseguido, me diría: «Pero hijo, ¡hasta dónde has llegao!»”.
Le gustaba comunicar con sus clientes, ya sea por conveniencia propia o para que el cliente se sintiera tratado de forma más personal. En algunas ocasiones dejó entrever que echaba de menos a un hijo que le tomara el relevo; parecía, sin embargo, animarse con que un nieto suyo iba a hacerlo un día, y así se aguantaba al pie del cañón hasta que sucediera.
Un buen día nos sorprendió al desaparecer detrás del mostrador para luego volver con una carpeta llena de recortes de periódicos sobre su quehacer, entre los cuales se encontraban artículos con fotos sobre el estreno de la zarzuela Loza Lozana. Obviamente, le trajo muy buenos recuerdos hablar del montón de los platitos con la inscripción Loza Lozana (imagen 2) que le habían pedido fabricar después de obsequiar con ellos a los espectadores del estreno de la obra.
En una visita, de repente, sacó el catálogo original de todo el género suyo. Entonces no sabíamos nada de Arroyo Santamaría, ni de lo que aquel catálogo había sido hecho por él. Pero me acuerdo vivamente como me impactó ver aquellos dibujos colorados a mano, decirle a Pedro que era una pieza de museo y qué contento se puso, viéndome tan entusiasmado.
En otra ocasión, nos invitó a pasar a uno de los obradores detrás de la tienda para echar un vistazo a un horno bastante grande, y nos comentó lo importante que es cargarlo con mucho cuidado. También me acuerdo de ver una torneta con una silla delante por allí, más algunos recipientes con colores medio secados y unos pinceles encima de una mesilla. ¡Parecía que habíamos entrado en un santuario!
Nunca, literalmente, presumía haber pintado sus cacharros él mismo, pero teniendo a este decano ceramista delante de nosotros casi nos parecía un sacrilegio pensar que una vajilla que le encargaste o una sola pieza que te llevaste, con la firma suya y lo orgulloso que se pronunciaba sobre ellas, no hubieran salido de sus propias manos.
Luego nos dimos cuenta de lo naif que estábamos, que en realidad no solo sucesivamente empleaba a los mejores operarios de cada especialidad en su fábrica de Santa Catalina, sino también, como nos confió una fuente muy fidedigna, dejaba producir en otros talleres de su agrado y confianza, cuando la capacidad del suyo no daba abasto, bajo su marca y, eso sí, bajo sus criterios de calidad.
Tampoco es nada inusual en el mundo de la cerámica, como ahora sabemos, mientras todos estén contentos. Al habernos enterado de esa realidad, a nosotros por lo menos no nos importa si la pieza adquirida salió de las manos de unos de los mejores del oficio, sea quien sea.
Fuentes:
- Romero, Federico y Guillermo Fernández-Shaw (letra), Jacinto Guerrero (música), Loza Lozana – Zarzuela en tres actos, Imprenta Viuda de Juan Pueyo, Madrid, 1944.
- Rico Cantero, Manuel, El pintor de la cerámica, Almería, Editorial Círculo Rojo, 2019.
- Pradillo, Juan Manuel, Alfareros Toledanos, Toledo, Junta de Castilla-La Mancha, 1997, Tomo I.
- Seseña, Natacha, Cacharrería popular – La alfarería de basto en España, Madrid, Alianza Editorial, 1997.