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Galería

Casto Plasencia Maestro
Cañizar (Guadalajara).
1846 -
Madrid.
1890.
Pintor.

Nació Casto Plasencia Maestro en la localidad de Cañizar, en la provincia de Guadalajara el 1 de julio de 1846, hijo del médico del pueblo, D. Isidro Plasencia Ruiz, natural de Segovia y quien, desde Hita, se trasladó a la localidad para ejercer su profesión unos años antes. Su madre, Ángela Maestro, era natural de Ciruelas (Guadalajara).

Fueron sus padres, don Isidro y doña Ángela, que no tardaron en abandonar este mundo dejando a nuestro protagonista, y dos hermanos mayores, en la orfandad. Doña Ángela murió en 1855, D. Isidro poco después, en 1860.

La orfandad trasladó a Madrid a Casto Plasencia, al cobijo de su padrino, el general Ramón de Sandoval, amigo y compañero de estudios e ideas políticas de su padre, quien advertido de las dotes que para la pintura tenía el joven trató de educarle, entre otras artes, en la pictórica. A su padrino dedicó una de sus primeras obras: Retrato del Brigadier Sandoval.

A la muerte de este, del brigadier Sandoval, ocurrida en 1868, mucho antes de que el genio artístico de Plasencia saltase a las primeras páginas de la gloria, dos nuevos amigos salieron al rescate, a fin de que pudiera continuar con el estudio, el marqués de la Vega de Armijo y el conde de San Bernardo quienes, en edad de mayores logros el joven pintor, lo acompañaron por media España y parte de Europa para que conociese técnicas y escuelas, introduciéndole en el mundo de las academias. 

Sandoval lo había matriculado en la entonces Escuela de pintura, escultura y grabado de la Real Academia de Bellas Artes de san Fernando. Sus nuevos padrinos consiguieron no sólo que continuase en ella, costeando sus mensualidades, sino que aspirase a mejores aulas y maestros, si ello era posible. Para entonces ya apuntaba maneras y se vislumbraban en sus lienzos las que habrían de ser grandes obras de un artista de dimensiones excepcionales.

Su primera obra, que como es de suponer pasó en su tiempo desapercibida, a pesar de que le permitiese el paso a las Academias y que su nombre comenzase a sonar, fue un pequeño lienzo con la imagen de la Dolorosa que trató de regalar a la ermita de Nuestra Señora de los Llanos de Hontoba (Guadalajara) para que ornase el retablo de la Virgen de la Soledad, cuando ya Casto Plasencia pertenecía a las glorias nacionales de la pintura. Cuenta la historia que el entonces arzobispo de Sevilla, Judas Romo, trató de convencerle para que en lugar de a Hontoba lo trasladase a Sopetrán (también en Guadalajara) y su monasterio, del que el Sr. Romo era muy devoto, algo que por cuestión de años no es posible. Justo es decir que don Judas Romo también nació en Cañizar, y que ya fuese esta u otra semejante, un lienzo de la Dolorosa firmado por Casto Plasencia terminó decorando el despacho de otro de sus paisanos ilustres, el doctor Benito Hernando Espinosa, con quien sin duda de ninguna clase compartió infancia, puesto que ambos nacieron en el mismo año y puede que en la misma calle.

Dos años después de ingresar en la Academia de San Fernando, el Ministerio de Fomento le concedió una pensión de 1.000 pesetas anuales, corría la década de 1870. La beca le duró dos años. Los suficientes como para soltarse con la pintura y aspirar a una de las plazas de pensionado de número de la Real Academia de España en Roma, fundada un año antes por el Gobierno republicano de Nicolás Salmerón dentro de los ideales de la Ilustración. 

Allá acudió junto a quien, además de amigo, sería uno de sus rivales en el mundo de la pintura, Francisco Pradilla. El cuadro que pintaron, tema obligado, fue el llamado Rapto de las Sabinas. 

De su etapa romana son algunos de sus mejores lienzos, entre ellos el soberbio Orígenes de la República Romana, de 25 metros cuadrados, que le fue adquirido por el Museo del Prado, y que en 1878 obtuvo la Medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquel año, rivalizando con Francisco Pradilla y uno de sus más conocidos lienzos Juana la Loca.

Su obra pictórica es inmensa: Retrato del marqués y la marquesa de Tetuán; Retrato de Alfonso XII y María de las Mercedes (para el entonces Ministerio de Estado); Retrato de D. Juan Bravo Murillo (para el Congreso de los Diputados); San Sebastián saliendo de las catacumbas; las enormes pinturas para el palacio de los marqueses de Linares, en Madrid; las de la capilla de Carlos III de la basílica de San Francisco el Grande, también en Madrid; las del palacio de los marqueses de Selgas… La ingenua interpretación, poco menos que a la moderna, y revolucionaria para su tiempo, de las tentaciones de Adán y Eva; la no menos colorista Siesta, que nos traslada a las frondas del bosque… 

Títulos de obras que, como si fuesen novelas históricas de la época, dejaron reflejo de un tiempo. Pintores de batallas, o de escenas bíblicas, retratistas, paisajistas. La pintura que triunfaba en los días de Casto Plasencia.

Quien pasó el resto de su corta vida pintando. Cinco años le costaron las pinturas de San Francisco el Grande de Madrid, que se definió como lo mejor de la Basílica y se quiso comparar, a su manera, con las pinturas de la capilla Sixtina del Vaticano. Entre la Basílica madrileña y el palacio de la plaza de Cibeles, de los marqueses de Linares, hoy Casa de América, se encuentra parte de lo mejor de su obra.

En unos tiempos en los que ya partía su vida, de genio y fortuna, entre los paisajes asturianos de San Esteban de Pravia, en el concejo de Muros, hoy de Nalón, y Madrid. En Asturias, lo acompañaban sus alumnos, puesto que ya para esa década era maestro en su arte, y allí, en Asturias, soñaba con crear una Academia, a la par que artística, política.

Su estudio, en la calle de la Alhambra, de Madrid, será uno de los más populares y visitados, por su arte y tertulias. En aquel estudio se reunía la flor y nata de la cultura madrileña en interminable tertulia que tenía lugar todos los viernes del año: el verdadero centro intelectual artístico de Madrid, decían las crónicas. 

Fue reconocido con numerosas condecoraciones, nacionales y extranjeras, entre ellas la Gran Cruz de Isabel la Católica, la de Santiago, o la de la Legión de Honor francesa.

Enfermó tras acudir al entierro de su amigo, el gran tenor Julián Gayarre, la enfermedad le duró apenas quince días. Una enfermedad que fue seguida, día a día, por cuantos lo conocían y admiraban. Del estado de su salud se enviaba parte diario al Palacio Real. 

Hasta que llegó el amanecer del 17 al 18 de mayo de 1900, día en el que expiró.

Casto Plasencia murió soltero y sin descendencia. Lo heredaron sus dos hermanos mayores, uno de ellos, Isidro, se encontraba junto a él en el momento de la despedida. Su cortejo fúnebre conformó una sentida manifestación de los madrileños hacia el pintor. Recorriendo los principales centros en los que tuvo alguna intervención, entre ellos el de Bellas Artes o la Sociedad de Escritores y Artistas de los que fue cofundador, perteneciendo a sus juntas de gobierno.

El Ayuntamiento de Madrid dos días después, acordó perpetuar su memoria situando una placa en su recuerdo, en el mes de junio de 1890, en el antiguo callejón de Las Minas, a medio camino entre los dos estudios que habitó nuestro personaje. El Ayuntamiento de Guadalajara lo hizo en 1906.

 

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