1. Dolores Rodero Jiménez. Colección Tomás Megía Ruiz-Flores.

Galería

Dolores Rodero Jiménez "Lola Rodero"
Valdepeñas (Ciudad Real).
1897 -
Valdepeñas (Ciudad Real).
1983.
Poeta y enfermera.

Lola Rodero Jiménez nace en Valdepeñas, el 1899, en un ambiente familiar culto y murió en la primavera de 1983. Es la primogénita una familia numerosa de la que nacieron dieciséis hermanos y de la que vivirán doce, creada por Ramón Rodero Cejudo y Eladia Jiménez Morcillo, y de la que saldrían casi cinco hermanos artistas: dos músicos y medio y dos poetas, focos de luz y de amor a raudales. Le ponen de nombre Dolores –que jamás le gusto y, por tanto, no utilizaba–. Su padre, Ramón, había cursado estudios en Sevilla y, en Valdepeñas, dirigió como maestro las escuelas municipales de San Nicasio, lo que va a favorecer la vocación poética, muy temprana de Lola, que nunca firmó con su nombre sus escritos sino bajo el seudónimo de Violeta.

Cursó estudios primarios –prácticamente lo poco que dejaban estudiar a las mujeres más afortunadas de la época– y, pasados los años de una infancia feliz, llegó una juventud tranquila, en la que la figura de su madre en la vida hogareña es pieza fundamental en su formación como mujer.

Lola, mientras sus hermanos estudian en Madrid, pasa largas temporadas con su tía Consuelo en Jerez, donde pudo conocer a José María Pemán, a los Primo de Rivera… y se enamora de los caballos jerezanos.

Lectora voraz y perseverante, siempre tenía una palabra amable para las personas “compañeras de banco de la plaza”, donde se la solía encontrar antes o después de la misa, vigilante del corretear bullicioso de sobrinos y resobrinos, perennemente acogidos a sus cuidados –me cuenta una de sus sobrinas: “Lola, no tenía dinero apenas. Yo creo que se alimentaba del aire, pero para nuestros hijos siempre tenía un tambor, una trompeta, un caballo de cartón o una historia que contarles o cantarles. A todos nos paseó, a mí y a mis hermanos y, después, a nuestros hijos”.

Era una mujer que “disparaba gracia y dulzura con su palabra sincera, con su conversación jugosa, con su inquirir constante en todo lo bueno, en todo lo hermoso, en todo lo noble”. Su modelo de mujer siempre fue Zenobia Camprubí Aymar, esposa de Juan Ramón Jiménez, a la que admiraba también como escritora, traductora y lingüista.

Siempre fue muy independiente, adelantada a su época y tuvo una habitación para ella sola –con la ventana siempre abierta `para que pudieran entrar los gatos–. Fue enfermera y tuvo un novio, del que estuvo muy enamorada, pero que se murió. Era miembro de la “Sociedad de Amigos de los Animales y las Plantas” y, casi siempre, había algún perro callejero con ella.

Aprende poemas y cantares de memoria y, muy tempranamente, se lanza a su imitación. Dice Rafael Llamazares: “Al alborear el siglo XX, tras el desierto de dos siglos, en Valdepeñas, cuando comienza a alborear el siglo XX, como en el resto de España, se vive la renovación. Las primeras décadas del siglo presentan un ambiente favorable: instituciones, conjuntos musicales, agrupaciones de teatro, revistas y periódicos locales van a ser testigos de amplias inquietudes artísticas y poéticas”.

Con Lola y Angelita, se comienza a desbrozar la nueva poética de Valdepeñas; con ellas: Dolores Marín, Gregorio Arrieta, Eloy Muñoz, Cecilio Muñoz, Antonio Martín Peñasco… y, sobre todo, Juan Alcaide. Distintas sensibilidades, distintos caminos, pero todos valiosos.

Lola va a escribir mucho, pero no le da importancia a lo que hace; para ella es un juego con el que sentirse libre e, igual que escribe, destruye su obra y la que no, la va a dejar desparramada –como Angelita– en periódicos de carácter local y provincial (El Eco de Valdepeñas, Adelante y, sobre todo, Lanza).

Está recogida como autora local en Cien escritores valdepeñeros de Eusebio Vasco (1934) y en Poetas valdepeñeros del siglo XX de Rafael Llamazares (UNED, 1983).

Lola escribe desde su corazón y desde el fondo de su alma. Su sensibilidad se ha educado en los poetas románticos, prerrománticos y modernistas; normalmente un quehacer lírico lleno de melancolía y nostalgia. Las rimas asonantes de Violeta se abren al mundo de Gustavo Adolfo, dejando patentes su impulso interior, su expresión más íntima y en la que no suelen coincidir la realidad y el deseo.

De ella dice Llamazares: “Miel en los labios y picazón en el alma. Poesía suave, dulce, ingeniosa, insinuante en el espíritu, pensada, soñada; poesía del sentimiento y de la reflexión”. Sus versos suelen ser fiel reflejo de lo que su alma siente, aderezados con lágrimas, con tristeza, con emociones revueltas con pensamientos, pero no exentas de una dosis de conceptualismo y llenas de luz, de calor y de ternura.

Un día, en la plaza, la vi sentada en su banco, nos llamó, abrió su “bolso de Mary Poppins” y sacó, con el mayor de los secretos y algo de vergüenza, un cuadernillo que depositó en mis manos. Leí su título, “Seguidillas y doloras” y la dedicatoria general para los privilegiados a los que nos llegó su regalo. “Para cuando no exista me recuerden los que quiero de verdad”. Le di las gracias, enternecido; luego, me pidió un bolígrafo y nos caligrafió, con mano y letra temblorosa, su particular dedicatoria. Una inmensa emoción me recorrió, primero, por ser uno de los pocos afortunados en recibir su regalo y, sobre todo, por hacernos partícipes de sus más escondidas confidencias.

Fue lo único que publicó, en vida, parecido a un libro: cuatro seguidillas y un puñado escaso de doloras, con muy poca tirada de ejemplares porque no tenía dinero para costearla.

Murió el 19 de junio de 1983. Tuvo una muerte tranquila y silenciosa y sus versos nunca serán reflejo de tristeza, sino un camino de alegría hacia tu recuerdo. Nació para la poesía y, este sentimiento, la dominó toda la vida. Con su muerte, Valdepeñas perdió a una de sus personas sencillamente más encantadoras.

Una serie de hechos concatenados hizo posible que Violeta, mi querida Lola, estuviera presente en el Vaso Segundo del Ciclo “Vinos de la Tierra” de la Tertulia Literaria A-7 “Desde el empotro”, en una antología de sus versos que vino a llamarse Poemas esenciales.

Tuve la suerte de conocerla, la llegué a querer mucho y la sigo echando de menos. Por mucho tiempo, he buscado su nombre entre las lápidas del cementerio y, el año pasado, siguiendo las indicaciones de su sobrina Mari Carmen, di con ella. Está enterrada con sus padres y, allí, espera el despertar de la resurrección donde nos volveremos a encontrar.

Años más tarde, recopilé los versos que había dejado derramados en las publicaciones locales y provinciales, publicados por su familia junto a los de su hermano Angelita y que quisimos llamar Cantares, y como los versos de su hermana Angelita, los suyos aparecen escritos por el orden que fueron publicados en los periódicos.

“Lola era una poeta del pueblo. Nunca nadie se ocupó de ella, bien por desconocer su faceta de poeta o bien por no representar nada en los ambientes poéticos y culturales de la ciudad… Nadie se fijó en ella y nadie se ocupó de publicarle nada. Su muerte pasó desapercibida fuera de su ámbito familiar y de amigos”.

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