Mora Soler, Eduardo.

Galería

Eduardo Mora Soler
Hellín (Albacete).
1907 -
Puertollano (Ciudad Real).
1998.
Médico.

Se puede decir que Eduardo Mora Soler fue un médico humanista adelantado a la Seguridad Social. El médico de cabecera infundía una confianza que parecía curar con su sola presencia. Realizaba frecuentes visitas al domicilio del enfermo, donde era recibido con un respeto reverencial compatible con el trato familiar. Si el médico de cabecera aseguraba que todo iba bien, nadie, y menos el enfermo, ponía en entredicho su opinión. La figura delgada de elevada estatura, la expresión serena, el comportamiento afable de don Eduardo, se ganaban el corazón de los cientos de enfermos que recibían su atención médica y el de sus familiares. Marcó toda una época en Puertollano durante cuarenta años de profesión. A ello hay que sumar su activa participación en la vida política, cultural y social de la ciudad, dotando de un sello humanista a su actitud vital.

Eduardo Mora Soler (Hellín,15 de octubre de 1907- Puertollano, 1 de enero de 1998) fue hijo único de Herminio Mora Cámara, natural de Puertollano, y de Visitación Soler Morena, nacida en Almodóvar del Campo. Debido a la profesión ferroviaria de su padre, su infancia transcurrió en diversas poblaciones -Vilches, Los Yébenes, Aranjuez- hasta que regresa al pueblo de su progenitor, donde cursa sus estudios primarios. Supera el examen de bachillerato en el Instituto de San Isidro, en Madrid.

En 1925 inicia la carrera de Medicina en la Universidad Central de Madrid, situada entonces en la calle San Bernardo, y culmina el doctorado en 1931. Ejerce la profesión en la capital de España hasta 1936, donde le sorprende la Guerra Civil y es destinado como capitán médico a la localidad de Tarancón (Cuenca). Acabada la contienda, regresa a Madrid en 1939 para continuar ejerciendo su profesión. A comienzo de los años 40 decide regresar a Puertollano para instalarse definitivamente.

Se encuentra una población en continuo crecimiento -pasa de 24.676 habitantes en 1940 a 34.884 una década después- que tiene como principal actividad económica la minería y sufre en la posguerra de falta de alimentos y materias básicas. La década siguiente incrementa el ritmo de crecimiento poblacional hasta alcanzar 52.357 habitantes en 1959, la mitad de los cuales no había nacido en la ciudad, lo que provoca un grave problema de falta de viviendas. En cambio, el agua llega desde el Pantano de Montoro, aliviando esta carencia histórica en la población.

La profesión médica debe tratar condiciones de hacinamiento que propagan graves contagios, a lo que hay que sumar las enfermedades propias de la actividad minera del carbón, especialmente las afecciones respiratorias. Para completar el cuadro negativo, estas décadas fueron pródigas en accidentes laborales, en particular las explosiones de grisú. Las más graves se produjeron en el Pozo Calvo Sotelo en 1953, que causó 11 muertos, y en 1958 con 12 fallecidos. El crecimiento poblacional en aluvión, las enfermedades de la minería y sus accidentes, conformaban unas condiciones nefastas para una población que carecía de todo Sistema de Previsión o Seguridad Social. Únicamente, la Sociedad Benéfica “La Esperanza”, fundada el 8 de abril de 1894, había establecido un sistema de previsión y ayuda para los trabajadores enfermos, contemplando la beneficencia consistente en un socorro diario para los socios que cayesen enfermos, quedaran inválidos o se vieran obligados a abandonar el trabajo.

Eduardo Mora Soler instala su consulta en la planta alta de su domicilio en la calle Cruces, próximo a la estación ferroviaria de la línea Madrid-Badajoz. La antesala es una habitación de regulares dimensiones adornada con cuadros de escenas taurinas. El sistema que permite tener derecho a la atención médica es el conocido como iguala, un convenio entre médico y paciente que regula la atención a cambio de una cantidad en metálico o especie. El procedimiento de acceso a la consulta es la “vez” o turno sucesivo. La gran cantidad de pacientes y la atención sin prisas del galeno dan como resultado una larga espera que, en ocasiones, se acrecienta si surge alguna emergencia que obliga al médico a salir de la consulta para acudir a un domicilio particular.

Puede darse por seguro que el doctor Mora atiende a todos los pacientes con idéntica disposición, sin hacer distingos en su posición económica. Asimismo, puede apostarse a que no niega la atención a enfermos sin iguala o sin posibilidades de abonar la consulta. La población padece muchas carencias y se hace necesario un comportamiento compasivo para paliar necesidades de primer orden. Ejerció su profesión de manera honesta y responsable, y, sobre todo, abnegada. ¡Cuántas madrugadas alguien llamaba en la puerta de su domicilio requiriendo su presencia ante un asunto de gravedad! Nunca se negó a acudir al domicilio de cualquier enfermo, fuese quien fuese. La aureola de don Eduardo de entrega incondicional a su profesión era reconocida por todo el mundo.

El biógrafo da fe de ello. Una madrugada, una mujer entró en la pensión que existía frente a la estación ferroviaria, presa de un llanto convulso. Repetía que había sido víctima de un intento de violación. No había modo de calmarla. Ante la tesitura, el conserje de noche fue a dar aviso al domicilio de don Eduardo, que hizo acto de presencia rápidamente. Atendió a la mujer y logró tranquilizarla suministrándole un medicamento. Después, ya más calmada, contó que venía desde Australia y se dirigía a un pueblo del sur de la provincia porque un familiar se encontraba a punto de morir. Al llegar a Puertollano, ya anochecido, supo que hasta el día siguiente no tenía tren para continuar el viaje y se dirigió a un taxista, pero carecía del dinero necesario para llegar a su destino. El conductor, ante su apuro, dijo que aceptaba la cantidad. Nada más salir de la localidad, se apartó de la carretera y pretendió abusar de la mujer. Ante su airada negativa, retornó a la ciudad y la dejó de nuevo en la estación ferroviaria. La atenta escucha del doctor y su acertado tratamiento, lograron que recobrara la calma y se mostrase agradecida.

Don Eduardo se había convertido en un personaje público, participante en numerosas iniciativas ciudadanas. Así, tuvo un protagonismo especial en la llamada Operación Mina (1961) puesta en marcha por el sacerdote don Pedro Muñoz en Radio Puertollano con el objetivo de recaudar dinero para los damnificados por una crecida del río Ojailén que destrozó numerosas viviendas de la barriada del Muelle María Isabel y las pertenencias de sus moradores. Donó un ramo de claveles a la Virgen de Gracia que desató una subasta insospechada para tener el privilegio de depositarlo en el altar, puja que empezó con 100 pesetas y fue subiendo hasta alcanzar la desorbitada cantidad de 200.000 pesetas, que ofreció… el propio don Eduardo. De modo que fue su esposa, doña Ana Cabo (profesora en el instituto Fray Andrés durante muchos años y más longeva aún que su esposo, ya que falleció en 2020 a los 97 años de edad) quien materializó la ofrenda a la Virgen en una madrugada de pleno invierno que movió a miles de puertollaneros, convocados a través de las ondas radiofónicas, a abarrotar el templo y la explanada contigua para asistir al acontecimiento. Un buen número de ellos fue previamente al domicilio del doctor para acompañarlo hasta la parroquia, lanzando aclamaciones a voz en grito que despertaron a la vecindad y sumaron nuevos acompañantes. El periodista Blas Adánez lo expresaba de este modo en el diario Lanza: “¡Dios mío, quién supiera escribir para narrar exactamente, y como se merece, este episodio único, maravilloso, que hemos vivido esta madrugada en Puertollano”.

Esa aureola de médico benefactor permanece en la memoria de cuantos conocieron su entrega. Además de su familia, sus dos grandes pasiones fueron la Medicina y Puertollano. Aunque por avatares de la errante profesión paterna había nacido en la albaceteña Hellín, se consideraba de Puertollano y actuaba por todos los medios a su alcance para engrandecerlo. Fue miembro activo de la Hermandad de Caballeros de la Virgen de Gracia y socio del C. F. Calvo Sotelo, en las décadas gloriosas en que militaba en la segunda división nacional y jugó varias fases de ascenso a primera división. A su único hijo le intrigaba este fervor futbolístico habida cuenta de que no era seguidor de este deporte. La respuesta de su padre aclaró la contradicción: “Hay que contribuir a que el Calvo Sotelo pasee el nombre de Puertollano por toda España”. Asunto zanjado.

Esa popularidad influyó en su contribución a la política local en calidad de edil de tres Corporaciones. Fue elegido concejal por el tercio familiar para la legislatura de 1964 y se mantuvo en el cargo hasta 1971, ocupando el puesto de primer teniente de alcalde. Durante estos siete intensos años, multiplicó su presencia en actos públicos y contribuyó a mejorar la infraestructura urbana y resolver asuntos de primera necesidad. Posteriormente, ya en las primeras elecciones democráticas, fue concejal por el partido UCD desde el 3 de abril de 1979 hasta el 26 de septiembre del mismo año, en que dimitió por motivos de salud.

Paralelamente, desempeñó una activa labor en numerosas causas sociales en las que su sentido común y amor a su ciudad se traducían en entregar su tiempo y esfuerzo para mejorar la sociedad. Ya con edad avanzada era habitual su presencia en las conferencias impartidas en la Casa Municipal de Cultura, en particular si versaban sobre la historia local. En el turno de preguntas, se daba seguro que pondría en aprietos a los conferenciantes, a pesar de la exquisita delicadeza de sus intervenciones. Su afán por aprender se mantenía intacto a despecho de su edad. Sin embargo, parece ser que en sus últimos años sufrió un abatimiento y permanecía recluido en su domicilio.

Suele suceder que los sepelios de personas fallecidas a edad muy avanzada cuenten con escasa concurrencia porque sus familiares y amigos ya han desaparecido. Así ocurrió con don Eduardo en la iglesia de la Virgen de Gracia. Qué diferencia con la memorable jornada del ramo de claveles de la Operación Mina. Sus restos descansan, junto a los de su esposa y padres, en un sencillo nicho situado a ras de suelo, muy distinto a los ostentosos panteones de otros prohombres de nuestra ciudad. No obstante, la memoria colectiva no hace distingos por esta circunstancia.

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