Emelina Carreño Pareja, nacida en Alcázar de San Juan en 1912, tenía nombre de princesa de cuento. Y como las heroínas en los reinos de la fantasía era muy guapa. Tanto que en 1931, el año de la República, fue elegida Miss España. O mejor dicho, Señorita España, que era entonces la atildada denominación de este popular certamen de belleza. Tenía 18 años. Era una joven modistilla y durante unas semanas su rostro iluminó las portadas de los principales diarios y revistas ilustradas, convirtiéndose en un destacado personaje social en aquellos últimos meses de la Monarquía de Alfonso XIII.
En los primeros días de enero de 1929, los españoles tuvieron conocimiento de una curiosa iniciativa impulsada por los diarios franceses Le Journal y L’Intransigeant: organizar en una veintena de países un concurso con la pretensión de elegir a la mujer más guapa de cada nación, que posteriormente competiría en París por el título de Miss Europa. Aquí asumió el reto ABC. La primera elegida fue Pepita Samper Bono, de Valencia, a quien secundó otra paisana, Elena Pla. En 1931 la ganadora sería Emelina, representando a La Mancha.
Hija de un camarero del casino de Alcázar de san Juan, Emelina destacaba por su belleza entre las jóvenes de su pueblo. Apenas había viajado más allá de Manzanares y Campo de Criptana, a pocos kilómetros de su lugar natal. Enrique Molina, un sombrerero local, convenció a sus padres, Sérvulo y Emilia, para que la dejasen competir en la tercera edición del concurso de Miss España, que en la noche del 24 de enero se celebraría en el salón de fiestas del Gran Metropolitano de Madrid. Cuando junto a su mentor y su padre Emelina cogió el tren con destino a la estación de Atocha, comenzaron a escribirse las primeras líneas de una dulce fantasía.
Conocidas las candidatas, Emelina se convirtió pronto en una de las favoritas. La revista Ahora le dedicó su portada del mismo día 24 apostando por ella como ganadora. José Simón Valdivieso, redactor del Heraldo de Madrid no regateó elogios al describirla: “En un óvalo perfecto, la inmensidad de la luz de los ojos rasgados, la nariz correcta de antecedente griego y bajo ella la boca fresca y rosada, como un amanecer de primavera en la llanura de La Mancha,…”
Llegado el momento del concurso, desfiló con un “precioso traje de crep-sousse con encaje de bordado de ballet” y no tuvo muchos problemas para conseguir un triunfo arrollador frente a las otras siete jóvenes con quienes competía. Una vez proclamada vencedora, su imagen comenzó a hacerse popular entre todos los españoles, gracias a las portadas que protagonizó y a las imágenes del documental rodado durante el acto, cuyas proyecciones alternaron en la cartelera madrileña con los últimos éxitos de Greta Garbo, Billie Dove, Buster Keaton o la pareja cómica Laurel y Hardy. Aún se conserva una copia de aquella cinta, recuperada y digitalizada por el Patronato de Cultura de Alcázar de San Juan, siendo un documento excepcional de los orígenes de este concurso.
La revista Crónica publicó una extensa entrevista con la nueva miss, donde la joven confesaba sus más íntimos sueños. De no haber nacido en La Mancha, decía, le hubiera gustado hacerlo en París; se declaraba seguidora del boxeo antes que del fútbol, admiradora de Marcial Lalanda y Cagancho y buena aficionada al baile. También afirmaba no aspirar a tener más pretendiente que el mismísimo Príncipe de Gales y preguntada sobre sus preferencias políticas no dudaba en definirse como “republicana en todo” y seguidora de Alcalá Zamora. Estas palabras, dichas dos meses y medio antes del 14 de abril, sorprendieron a más de uno, tanto o más que su negativa a ser recibida por el monarca en el Palacio Real tras su triunfo.
Coronada reina de la belleza, Emelina regresó a su pueblo natal como una gran heroína. Unas veinte mil personas fueron a recibirla a la estación de ferrocarril. Con la emoción y el cariño de sus paisanos, que la nombraron hija predilecta y le dedicaron una plaza pública, guardados en el fondo de su maleta de viaje, Emelina marchó a París para competir por el título europeo.
En la capital francesa vivió unos días inolvidables. En el Teatro de la Ópera asistió al baile benéfico de Les petits lits blancs, cuyo equivalente actual podría ser la famosa Fiesta de la Rosa que anualmente se celebra en Montecarlo. Cada una de las participantes en el certamen de belleza hizo su aparición en el coliseo a los sones de sus himnos nacionales, pero cuando la manchega entró luciendo un mantón de Manila con enormes flores rojas y azules, la orquesta en vez de atacar los sones de la Marcha Real, entonó el vibrante “toreador,… toreador” de la Carmen de Bizet. Cuentan las crónicas que hasta el presidente de la República, M. Doumerge, “se sintió inquieto en su gloriosa senectud”.
A pesar de la admiración que despertaba, Emelina no tuvo suerte en el concurso. Fue derrotada por la francesa Jeanne Juilla. La desilusión de nuestra compatriota fue grande. En su decepción afirmó desear regresar cuanto antes a España, renunciando a la posibilidad de poder participar, unos meses después en el certamen de Miss Universo que se celebraría en Santiago de Chile. El disgusto fue el preámbulo de un trago más amargo. En apenas unas horas, Emelina comprobó por sí misma la inveterada afición nacional de hacer leña del árbol caído. Algunos de los periodistas que días antes la ensalzaban sin rubor, ahora la criticaban. César González Ruano, publicó una demoledora crónica en la que despectivamente tildaba lo acontecido como aventura folklórica, ejemplo de iberismo poco europeo y autoctonismo de raza, amén de evidenciar al origen humilde de Emelina y su falta de experiencia en una gran ciudad. El regreso de París fue triste. Habían sonado las fatídicas doce campanadas y atrás quedaban las sesiones de fotos frente al Arco del Triunfo, los paseos por los Campos Elíseos y su lujosa habitación en el hotel Claridge. En Madrid durmió aquella noche en la modesta alcoba de una familia amiga del barrio de Delicias. Como Cenicienta, volvía a la realidad y no esperaba a ningún príncipe que llamase a su puerta para probarle un ajustado zapatito de cristal.
Pero Emelina encontró el bálsamo para superar los desengaños. Los homenajes y reconocimientos se sucedieron por diferentes lugares de La Mancha, donde se deseaba halagar a esta nueva Dulcinea. Su presencia se anunciaba como reclamo en corridas de toros, partidos de fútbol, bailes, representaciones teatrales y concursos de belleza. En su nombre se publicitaron productos cosméticos, fue la imagen del almanaque de la casa de papel de fumar Bambú, mientras el estribillo de un pasodoble dedicado a ella afirmaba que era lo más grande de la nación. Fue invitada de honor en las Fallas de Valencia y allí conoció al torero Domingo Ortega, iniciando una amistad que derivó en romance, llegando incluso a anunciarse meses después en las páginas de los diarios la inminencia de su matrimonio, enlace que no llegó a materializarse.
En enero de 1932, Emelina cedió el trono de la belleza española a la barcelonesa Teresa Daniel. En los doce meses que duró su reinado muchas cosas cambiaron en nuestro país. La más importante, sin duda, fue la proclamación de la II República. De su mano la mujer española adquirió un mayor protagonismo social, comenzando por la consecución del voto, gracias al empeño de la diputada Clara Campoamor, y también su igualdad para poder ser elegidas miembros del Congreso de los Diputados. A ello se añadieron otros derechos como el divorcio, la posibilidad de formar parte de los jurados en los Tribunales de Justicia, la prohibición de despido por haber dado a luz, la obligatoriedad del seguro de maternidad, el acceso al Cuerpo de Notarios y Registradores, o la supresión de los Institutos Femeninos de Segunda Enseñanza que pasaron a ser mixtos.
La República fue también la edad de oro de los concursos de misses. No hubo pueblo, barrio, colectivo profesional o vecinal que no tuviera su reina de la belleza. Incluso, para marcar distancias con el régimen monárquico, y sustituir el caduco concurso de Señorita España, se promovió la elección de Miss República, que en su primera edición fue ganado por Carmen Gijón. A pesar de este extraordinario boom, el nombre de Emelina Carreño Pareja es el único que oficialmente se mantiene reconocido como Miss España de aquel apasionante año de 1931.
Concluido su mandato, Emelina se alejó de los focos de la popularidad. Residiendo ya en Madrid, se le ofreció ser modelo, pero prefirió una vida más sosegada, trabajando en su oficio de costurera para la afamada casa de modas “Flora Villareal”, entre cuyos trabajos destacó el vestido de novia de la duquesa Cayetana de Alba para su enlace con Luis Martínez de Irujo en 1947.
Emelina contrajo matrimonio con Antonio Sánchez Martínez, técnico de una fábrica de harinas, y vivió recordando su triunfo como una aventura de juventud. El 21 de enero de 1999 falleció en la capital de España a los ochenta y siete años de edad, sin haber tenido hijos. En La Mancha, quienes conocieron el triunfo de Emelina lo contaron apasionados a sus hijos y conservaron durante años las postales y fotografías que se hicieron de ella, para recordar siempre lo guapa que había sido la miss cuya belleza alumbró a la República. Desde hace unos años, en su pueblo natal, su figura se ha incorporado al grupo de “gigantes” representativos de los más destacados personajes locales, que cada año, acompañados de su cohorte de cabezudos y banda de música, desfilan en la inauguración de la Feria y Fiestas del mes de septiembre.
Bibliografía:
- Enrique Sánchez Lubián, Emelina, la belleza que alumbró a la República. Orígenes de los concursos de Miss España, 1929-1932, Ciudad Real, Diputación de Ciudad Real, 2009.
- Enrique Sánchez Lubián, “La Miss que turbó hasta el presidente”. Suplemento Crónica del diario El Mundo (3-1-2010).