Perteneciente a una familia de artistas establecida en Toledo desde el último cuarto del siglo XIX, Enrique Vera Sales ve la luz en la ciudad del Tajo en 1886. Da sus primeros pasos con su padre, el pintor José Vera González, y, tras cursar el bachillerato, marcha en 1904 a Madrid a completar su formación. El no haber sido admitido ese año en la Escuela Especial de Pintura, dependiente de la Academia de San Fernando, se va a revelar como un hecho decisivo en su carrera, pues le permitirá durante un breve pero fructífero periodo de tiempo ser discípulo de Sorolla en el Ateneo de Madrid.
Dos años después de su primer intento logra por fin el ingreso en la Escuela Especial, donde recibe clases de Paisaje de Muñoz Degrain, y de Teoría y Estética del Color de Emilio Sala y Francés, llegando a obtener medallas en dibujo y paisaje.
Después del intenso paréntesis de la guerra de África, en la que Enrique es reclutado, acude a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1911, en la cual es premiado con Medalla de Honor y, lo que es más importante, una bolsa de viaje que, sumada a la ayuda de la Diputación Provincial de Toledo, le permitirá realizar un “peregrinaje artístico” por diversas ciudades europeas. Visita Roma, Florencia, Pisa, Nápoles, Pompeya y Venecia; desde Italia pasa a Seelowitz, ciudad austriaca en la que su hermano José trabajaba como ingeniero, instalándose poco después en Graz, donde pinta paisajes de las llanuras y los bosques de Estiria. Finalmente, y gracias a una beca de la Fábrica de Armas de Toledo, hacia 1912 se establece en Viena con objeto de estudiar esmaltes sobre metales en la Escuela de Artes Industriales, donde Oskar Kokoschka imparte clases como profesor asistente. La Gran Guerra, así como los compromisos adquiridos de poner en marcha un taller de esmalte en la citada Fábrica, pero también la nostalgia que sentía de su ciudad natal, le animan a regresar a España, no sin traer aprendida la lección de los expresionistas y su manera de transformar las emociones en color.
En enero de 1914 ya está pintando Toledo. Se inicia así una relación intensa, dramática a veces, entre el pintor y la que va a ser su fuente de inspiración durante toda su vida. En el mes de mayo de 1915 expone en el Salón Iturrioz de Madrid 98 cuadros, con gran éxito de público y de ventas. Salvo una docena de vistas de lugares de Italia y Austria, todos los temas son toledanos. Los óleos de esta época son vivos, valientes, apasionados. Son el resultado de una síntesis original del luminismo de su maestro Sorolla y del expresionismo que se ha traído de la Viena de Schiele y Kokoschka. Son paisajes resueltos con pinceladas excitadas que exploran las cualidades dinámicas del color, los efectos de contraluz y los grandes contrastes de luz y sombra. El reputado crítico Francisco Alcántara escribe en El Imparcial (24-5-15), al cerrarse dicha exposición, que «Vera dibuja como Arredondo y se encamina a la síntesis de Beruete, con la ventaja sobre ambos de que pinta la llama con que el sol acaricia, dora, santifica las piedras viejas de Toledo».
Vera siente todavía deseo de viajar y recorre con su familia diversos lugares de Castilla y Portugal. Pero siempre vuelve a Toledo, donde se casa el 23 de septiembre de 1920 con Carmen Gómez, estableciendo su taller y domicilio familiar en el número 3 de la calle Alfonso XII. En su discurso de recepción como académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo, da algunas pinceladas del que se va a convertir en su credo artístico: «La diversidad de tonos, dentro siempre de esta sinfonía de plata, es muy variada: morados, verdes nacarinos, ocres, sienas, amarillos cadmios y también negros, con una tonalidad gris luminosísima producida por el sol toledano, muy potente la mayor parte del año”.
En mayo de 1927, animado por su colega y amigo Oliveras Guart, Enrique Vera expone en las Galerías Areñas de Barcelona, de donde se va a traer nuevos recursos expresivos. Curvas modernistas para las rocas, abigarradas acumulaciones para las arquitecturas y, sobre todo, perspectivas cada vez más complicadas y expresivas, todo ello servido con pinceladas largas y empastadas.
Los años que preceden a la Guerra Civil transcurren apaciblemente en la vida de Enrique Vera. En 1933 es nombrado secretario perpetuo de la Academia toledana de Bellas Artes, y un año después Auxiliar Numerario de Dibujo Artístico de la Escuela de Artes y Oficios con un sueldo de 2.000 pesetas anuales, puesto que ya desempeñaba desde 1925 como Auxiliar Provisional. Su pintura continúa buscando lo que ha buscado siempre, la luz y el tono de Toledo.
Hombre de calladas convicciones, Enrique Vera vivió hasta el final de sus días entregado a su única pasión, su amor a Toledo. Pero como todas las pasiones, la suya le va a deparar momentos de angustia y dolor. La muerte de su padre, los terribles años de la Guerra Civil, el trabajo a la desesperada de salvar los tesoros artísticos de Toledo llevado a cabo por el Comité de Defensa de Monumentos Artísticos del Frente Popular, del que forma parte el pintor junto a otros artistas como Aurelio Cabrera, Julio Pascual, Joaquín Potenciano o Guerrero Malagón; la depuración de amigos y compañeros de la Escuela de Artes, declarados desafectos al bando vencedor; el asesinato de Cabrera el 26 de noviembre de 1936, son acontecimientos que dejan en el pintor heridas incurables. Sus servicios como traductor del alemán (tradujo más de cuatro mil documentos para el Gobierno Militar), le permiten al hijo del viejo pintor republicano salir indemne de la depuración, reincorporándose sin sanción a sus funciones docentes en febrero de 1940.
A partir de este momento sus tribulaciones tienen mucho que ver, como sugiere Clemente Palencia, el académico y amigo que lo sustituiría como secretario de la Academia toledana, con los sinsabores que le depara su defensa del patrimonio cultural de la ciudad, a la que se entrega con un entusiasmo y una energía solo comparables con la incomprensión y la indiferencia que despiertan sus propuestas entre las autoridades competentes, lo que a la larga lo dejará herido de muerte. El reconocimiento que supuso la imposición de la encomienda de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, el 16 de noviembre de 1951, apenas supuso un pequeño consuelo en este empeño desesperado. Como concejal, como profesor y director de la Escuela de Artes y Oficios, como académico, no había dejado de dar la voz de alarma: la ciudad que él ha conocido, que ha querido y pintado se muere sin remisión. Pero nadie lo escucha, y este hombre cordial y menudo que tanto ha amado a Toledo, y que amándola ha ensanchado su alma y por un momento se ha reconciliado con el mundo, se desespera y siente que está perdiendo la razón de ser de su vida. Su angustia se vuelve insoportable cuando la jubilación forzosa lo aparta para siempre de la Escuela de Artes y Oficios. Postrado, sumido en una profunda depresión, se quita la vida en casa de su hermano Pepe, en Madrid, en 1956.
Bibliografía:
- Fernando Dorado Martín, Pablo, José y Enrique Vera, tres pintores de Toledo, Toledo, Diputación Provincial, 1986.
- José Pedro Muñoz Herrera (comisario), Enrique Vera, poeta de la luz. Exposición y catálogo. Museo de Santa Cruz, Toledo, octubre-noviembre 2003.
- José Pedro Muñoz Herrera, “Enrique Vera Sales y su compromiso estético”, Añil, Ciudad Real, nº 27 (primavera-verano de 2004), pp. 41-48.
- Luis Peñalver Alhambra, Toledo en la pintura. De El Greco a Canogar, Ciudad Real Almud Ediciones de Castilla-La Mancha, 2011.