Nombre completo: Francisco Claudio García Consuegra Márquez de Castilla.
El individualismo constituyó para muchos manchegos, hasta bien entrado el siglo XX, el único modo de afrontar cualquier actividad artística en un contexto general de atraso: caciquismo, desigualdad, analfabetismo, sobremortalidad, etcétera. Por ello los esfuerzos y limitaciones de quienes escasos de formación y posibilidades más allá de su adscripción al terruño, decidieron aventurarse siguiendo caminos inexplorados sin más recompensa que su satisfacción personal, merecen el reconocimiento de la sociedad a la que homenajearon pintando, escribiendo, actuando, cantando…
Uno de estos heterodoxos a quién pretendemos rescatar del olvido, guarda relación nominal con el famoso matador de toros español Luis Mazzantini, contemporáneo de los míticos Guerrita, Lagartijo o Frascuelo, de quien nuestro protagonista tomará prestado el apodo. Llamamos la atención sobre el hijo de Manuel García Consuegra y de Teresa Márquez de Castilla al que bautizaron como Francisco Claudio, aunque pasado el tiempo resumiría sus infinitos apellidos dándose a conocer escuetamente como Francisco García Márquez Mazantini (escrito con una sola “z”).
Representante como nadie de la música popular como expresión externa del sentir del alma manchega, Mazantini careció de formación académica y musical; su singularidad radica en el profundo conocimiento que llegó a acumular del folclore de la tierra y en la calidad de su transmisión impidiendo la pérdida de este bien tan patrimonial como intangible.
Llegó al mundo a las ocho de la tarde del día 8 de noviembre de 1873 en Daimiel (Ciudad Real), exactamente en la calle De la Guerrera (actual Pacífico) núm. 6; pero se crió junto a todos sus hermanos en una de las quinterías que por doquier jalonaban la extensa llanura manchega. Nunca demostró intención alguna por continuar la tradición secular del cultivo de la tierra; por el contrario, mostró especial intuición para expresar esa inquietud interior sepultada por el atraso y la subsistencia. Recibió la educación correspondiente a su humilde condición contraviniendo los deseos del padre siempre en busca de un futuro prometedor para sus descendientes. En cambio, la mentalidad de la madre era de tal resignación que aceptaba el presente como inmutable y negaba a sus hijos la posibilidad de un porvenir al margen del trabajo en la agricultura.
La sensibilidad paterna frente a la intransigencia materna, y un comportamiento alejado de la simplicidad de los chicos de su época, ayudaron a forjar su singular carácter. Mientras otros niños correteaban, él prefería recrear historias y, aunque fue a la escuela, la mayor herencia recibida de la infancia se reduce a la guitarra de su padre. Con el inconfundible sonido de las cuerdas, unas coplillas nocturnas alegraban la jornada del infante despertando creciente interés por la música, por las canciones, por estas, en definitiva, expresiones artísticas tan populares y domésticas.
Las livianas enseñanzas musicales de Manuel prontamente se mostraron insuficientes para satisfacer los deseos de aprender de Francisco convertido a la fuerza en un joven artista autodidacta. En este sentido, fue paradójico el traslado, por motivos laborales, de toda la familia a las cercanías de Ciudad Real capital. Allí amplió sus relaciones sociales, conoció a gente muy variada e incluso se lanzó a una aventura profesional en solitario transmutándose en buhonero. Con su carro y su mulilla vendía mercancía legal y de contrabando, eludiendo controles y viajando intensamente de pueblo en pueblo, asistiendo en las ventas y fondas a públicas veladas donde se cantaba y bailaba al son de unas piezas y coreografías que Mazantini fue recolectando e interiorizando. Si su formación hubiese sido más sólida, hubiese elegido ser poeta de la vida, de las costumbres, pero lo más importante era la felicidad y el placer que se sentía con lo que hacía.
A comienzos del siglo XX estableció su hogar en la capital manchega junto a su mujer Josefa. Continuará viajando y charlando con los ancianos, empapándose de sus vivencias y conocimientos, de sus tradiciones, pero sobre todo de su música, de sus cantes y de sus bailes ancestrales. Por circunstancias personales abandonaría la vida de nómada para pasar largas horas amarrado a un negocio sedentario desempeñando tareas que le atenazaban. Necesitaba de la libertad de verse rodeado de amigos que lo quisiesen y lo valorasen, circunstancias que su celosa esposa parecía olvidar obligándole, en cierto modo, a repetir la anterior existencia mediatizada por su jovial padre y su severa madre.
Incapaz de conducir la tienda y de dulcificar las relaciones con el resto de su familia, tendió a desentenderse de las cuestiones prosaicas para dedicarse a bailar, a cantar y a tocar su guitarra viviendo casi al día, cuando en un vertiginoso giro vital sorprendió a todos adoptando a una niña huérfana en Fernancaballero.
Su vivienda, situada en la calle Caballo (más tarde Progreso) núm. 4, perdurará como una de las primeras y mejores escuelas de cante y baile; rápidamente se hará famosa desbordada por la infantil alegría de esta niña, la única descendiente de la pareja. El patio, de clara influencia andaluza, se convirtió en la cátedra más genuina del folclore manchego donde, a real diario, se forjarían infinidad de bailaores de todas las clases sociales que aprendían sin descanso tanto las danzas propias como el resto de bailes nacionales, caso de las sevillanas o de las jotas aragonesas. Impuso su personalidad al baile y al cante yendo más allá de la estética formal llegando al ritual, al misterio de la correcta ejecución y la íntima comunicación del cuadro de baile con el espectador.
Mazantini no sobresalió entre las personalidades ciudadrealeñas de su tiempo con quienes trabó gran amistad. Tampoco lo pretendía pues encontraba su recompensa en las decenas de paisanas y paisanos a los que transmitió su sabiduría popular sin que nos dejase por herencia ni un solo texto escrito. Como la misma tradición folclórica, ni escribió ni inventó nada, condicionándose al aprendizaje de las gentes del pueblo como medio para el conocimiento y transmisión a las generaciones futuras.
En ocasiones el público acudía a la puerta de su casa para presenciar el grandioso y honesto espectáculo que era verle actuar y dirigir acompañado de su inseparable guitarra:
“Aunque soy de La Mancha
no mancho a naide
más de cuatro quisieran
tener mi sangre.”
Sus interpretaciones durante las fiestas de La Pandorga todavía constituyen una referencia obligada para todos los seguidores del arte del folclore musical manchego.
Durante la década de los treinta vivirá algunos años en Madrid: nuevo ambiente, nuevas gentes, nuevas costumbres… Toma distancia para terminar por regresar a su tierra donde creará un grupo de tocaores y otro de baile colaborando en múltiples representaciones artísticas, veladas, festivales, etc. Durante la posguerra participó activamente junto a la Sección Femenina en la promoción y formación de rondallas y grupos de coros y danzas regionales reforzando su protagonismo y erigiéndose como “el mejor intérprete del folclore manchego” –en palabras de Pedro Echevarría Bravo, autor del Cancionero Musical Popular Manchego y académico de Bellas Artes de San Fernando–.
Entre tocaores y cantaores, se vanagloriaba de ser uno de los pocos que había interpretado las seguidillas, jotas manchegas, torrás, fandangos, rondas, boleras o meloneras delante de reyes, príncipes y caudillos. Era supersticioso, intuitivo e irreflexivo, pero estaba dotado de gran sensibilidad estética; cantó y danzó para deleite de sus paisanos con esa familiaridad que solo los hombres humildes y sencillos saben transmitir con un arte que sobreviviría a su muerte ocurrida el día 21 de junio de 1951 en Ciudad Real.