herrera-petere
José Emilio Herrera
"Petere"
Guadalajara.
1909 -
Ginebra.
1977.
Escritor.

Don Emilio Herrera, militar de profesión, aviador, fue uno de los grandes científicos de nuestro siglo. En una de sus cortas estancias en Guadalajara, su mujer tuvo un retoño al que llamó Petere, en recuerdo de un niño que formaba parte de una comitiva circense y era muy popular en la ciudad alcarreña. Por lo tanto, un “peterete” no es, en este caso, como dice el Diccionario de la Real Academia, “Una golosina, un bocado apetitoso”. Lo explica mejor María Teresa León en su magnífica obra Memoria de la melancolía : “Petere ha llamado a la puerta , a la puerta de nuestra casa de Roma. Petere no es un torero, se llama José Emilio Herrera pero, como a un torero de fama, se le ha enganchado el nombre desde su infancia, ese Petere pinturero. Creo haberle oído que en los días de sus juegos primeros se vendía en España un peterete, una cosilla graciosa y divertida que tal vez sacase la lengua o lanzase agua o cosa así. La madre decía a sus amigas, ya antes que su hijo apareciera: Esperamos un peterete (…) Al chiquillo lo llamaron cariñosamente Petere, que equivalía a juguete y el niño se quedó en su mayoría de edad actual con ese Petere añadiendo ese nombre a la literatura española”.

Pero el verdadero nombre del escritor Herrera Petere es José Emilio Herrera Aguilera y nació en Guadalajara el 27 de octubre de l909, aunque muy pronto su familia se trasladó  a Madrid. Los amigos íntimos de la infancia fueron Francisco Moreno, Enrique Segarra y Luis Felipe Vivanco, con quienes compartía travesuras y paseos por el campo, en plena naturaleza, que dejaron honda huella en ellos para siempre. O se dedican a recorrer España, sin prisas, como recuerda Vivanco en su diario: “Me reconozco leyendo e Reverdy, y acordándome de Petere. Sí, Petere y el puerto del Pico. Petere y las Villuercas enfrente. Petere y las murallas de Plasencia. Petere y Yuste, Petere y Madrigal de la Vera, al pie del Almanzor”. Y ese conocimiento de la geografía española, ese patear el aroma matutino de una tierra querida, fue lo que le mató, ya en el exilio, como indica esta escueta frase de María Teresa León: “Creo que a nadie ha dolido como a José Emilio Herrera este andar español sin geografía propia, este considerarse árbol sin tierra”. Y Alberti, resumiendo poéticamente esa actividad de aprendizaje sobre el terreno de Herrera Petere, añade: “José Herrera, antes de añadir a su primer apellido lo de Petere (como le decían familiarmente en casa) era un muchacho enamorado, hasta la obsesión, de la geografía. Aunque a mí me sucediera lo mismo, en Petere adquiría un alto grado de inspiración, esparcido a lo largo de toda su obra. De la sierra de Guadarrama se sabía los nombres de todos los picachos, los pueblos, los puertos, los riachuelos, sucediéndole lo mismo con la provincia de Toledo. Aún antes de nuestra guerra yo le había dedicado un poema titulado “Geografía política”, en el que aludía a nuestro entusiasmo por todos esos nombres esparcidos sobre los mapas coloreados”.

En Madrid, Petere inicia estudios de arquitectura, que abandonará al terminar el primer curso. Se matricula después en Derecho, estudios que compaginará con Filosofía y Letras, su verdadera vocación. Otra vocación arraigada en Petere es la música, que le dará el tono y la medida para templar el verso, para recitar y cantar los versos de místicos y profanos, pues compaginaba en sus recitales poéticos la poesía de san Juan (su preferido) con múltiples coplas populares, fueran de tradición oral o sacadas de otras fuentes: “Petere tenía un gran instinto musical y una memoria llena de los más viejos romances  y canciones, que a media voz cantaba”, dice Alberti. Pero lo suyo seguirá siendo una conversación íntima con la naturaleza, pues casi todas las tardes, con Caneja, Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, Maruja Mallo, e incluso a veces Lorca, Alberti y Miguel Hernández, redescubrirá la magia desnuda de los pelados cerros que rodean Madrid por el sur, tan queridos por esos pintores de la llamada “Escuela de Vallecas”:

El surrealismo, quizás la única revolución verdadera, pues es individual, constante y cotidiana, atrajo inmediatamente  -o encauzó, mejor dicho-, como expresión, la rebeldía joven de Petere, pues de carácter surrealista fueron los primeros poemas publicados en La Gaceta Literaria, que dirigía Ernesto Jiménez Caballero. O quizás, sin él saberlo, “Puede que Herrera Petere haya sido el verdadero escritor surrealista de España”, según la expresión de María Teresa León. Sobre todo cuando vendía por las calles, con Caneja y José María Alfaro, revistas de títulos tan atrevidos como Extremos a los que ha llegado la poesía española o En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes. O cuando recitaba a María Teresa León un poema que acababa de componer: 

“La comprobada Marcelina
no se había oído llamar marta cibelina
hasta que vino a mi casa”.

Pero pronto llegó la época de compromiso y Petere comenzó a colaborar en Octubre, la revista de Alberti, versos de distinta índole que los anteriores. Y mucho más duros e irónicos son los cuentos de La parturienta (l936), su primer libro, con prólogo de Alberti y dibujos del propio Petere. 

Estalla la guerra y Petere se alista muy pronto en el Quinto Regimiento comenzando su colaboración literaria en El Mono Azul, en la sección “Romancero de la guerra civil”, y en Milicia Popular, del que llega a ser redactor jefe. Durante la guerra será el poeta más publicado y algunos de sus romances gozaron de gran popularidad en el frente, como “El comisario”, Quinto Regimiento” o “Romancillo del viento alcarreño”:

“El aire que respira
Guadalajara;
naciones estremece,
pueblos levanta.”.

En medio de la dureza de la guerra, de esa tragedia mortal que habita en todo hermano, a veces hay un hálito de humanidad, un ojo femenino para mirar la naturaleza y un brazo viril y poético para describirla:

“Por los montes y collados
jóvenes alientos van;
son los milicianos, madre,
contra el traidor a luchar
(…)
Ya suben por la vereda
alta que va hasta el canchal;
de Segovia la llanura
perdida lejos está.”.

O para vivirla, pues Miguel Hernández y Petere se casaron casi al unísono, en 1937, metidos de lleno en el frente de Jaén, aprovechando un respiro de los cañones y de los gritos del generalazo mexicano, el muralista Siqueiros.

En 1938 obtiene el Premio Nacional de Literatura por su libro Acero de Madrid, narración épica de la defensa de Madrid con título lopesco. Otras obras de tinte similar se unen a la anterior, como Puentes de sangre, sobre el paso del Ebro, Guerra viva, romances y poemas publicados anteriormente en revistas y periódicos, y su primera novela, Cumbres de Extremadura, reeditada en México después (1945), “una auténtica novela de guerra (…) novela apasionada y realista, brutal incluso, sin el más mínimo distanciamiento estético entre obra literaria e ideología”, cuyo protagonista es un “campesino mucho más auténtico que los de Hemingway de Por quién dobla las campanas”, a decir de Carlos Blanco Aguinaga, Bohemundo, el susodicho protagonista, entra en combate lanzando un “¡ Viva la vida !” que se opone, clara y ofuscadamente, a la blasfemia irreverente de Millán Astray soltada en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936.

Pero en enero de 1939 llega la fatídica hora del exilio, el punto cero de un periodo de tiempo que todos creían breve, que se convertirá en inviernos sin fin y en leguas infinitas de abrevaderos imposibles. “El exilio en para mí la muerte” machadiano, se hizo garra y carne en miles de españoles. Tras breve paso por el campo de Saint-Cyprien y por París, tiempo suficiente para palpar las nieblas de Europa, Herrera Petere se trasladó a México. Empezó a colaborar muy pronto en Taller, la revista de Octavio Paz, y más tarde en otras revistas fundadas por españoles, como Las Españas, Romance, España peregrina, etc., o en periódicos mexicanos, como El Nacional, el principal medio de información en aquellos momentos. Todas las colaboraciones de Petere en estos documentos citados se nutren de un desgarro imposible, de la impotencia ante una traición que no esperaba nadie. 

En México, cuya estancia dura desde finales de 1939 hasta 1947, se amplía la familia, pues a Fernando, el hijo mayor, se unen otros dos retoños, varones ambos, con los cuales Petere formará un conjunto musical llamado “Los trompis”, que hacía las delicias de los amigos que les visitaban. En México, decimos, lee, discute, viaja, descubre, compone, escribe y compendia. Compendia, por ejemplo, Romances amorosos del Siglo de Oro, para la editorial Séneca (1942), y escribe Niebla de cuernos (Entreacto en Europa) (1940), algunos cuentos y Rimado de Madrid, un proyecto poético de largo alcance, compuesto en cuaderna vía, que se quebró en la primera parte. Porque Petere no fue capaz, nunca, de curar una herida llamada España y se olvidó de dar cuerda al péndulo de sus horas. En Rimado de Madrid surgen como llaga los recuerdos de antaño, ahora más queridos por ser prenda del corazón y no de los ojos. Madrid, Vallecas, Castilla… todo rebrota con un regusto amargo de lejanía cadenciosa varada en algún desván de la mente. Esos “Límites de Madrid”, como decían cariñosamente los de la Escuela de Vallecas (Petere pone este título a la primera parte) tienen ahora un aire de remembranza y ensueño:

“Los horizontes de Madrid están así como rodeados de conos morados, de ráfagas plomizas y amarillas, que se distinguen entre las hileras de casas altas y desgarbadas, y que han sido aprovechadas por los buenos pintores que los han visto”.

En 1947, en fin, Ginebra, última andadura del poeta. Europa de nuevo, a la que llega como funcionario de la Organización Internacional del Trabajo, con pasaporte mexicano, los padres cerca (París) y la renovada esperanza de estar a la vez tan cerca y tan lejos de España. A partir de ahora, el tren, símbolo eterno de un viaje sin fin, será metáfora y expresión en Petere hasta el final de sus días: “Siempre hemos vivido a la orilla de la vía del tren”, nos confesaba Carmen Soler, su viuda, una tarde en su casa de Ginebra. Hasta que entiende -aunque no asuma- lo imposible, y exclama en un poema:

“Quiero decirle al tren que no me espere
que tengo un río de luto a la cintura
y un tajamar de hielo en la garganta”.

En Ginebra sigue escribiendo poesía y teatro, como formas más íntimas de un dolor largamente concebido. Allí publica Arbre sans terre (1950), título que lo dice todo, De l’Arve à Tolède (1955), Dimanche vers le Sud / Hacia el sur se fue el domingo (1956), sin duda su mejor libro, La suerte (1961), A Antonio Machado (1965), Por qué no estamos en España? (1966) y El incendio (1973), libro irónico y corrosivo, duro como pedernal dormido, y Cenizas (1975). En cuanto a su creación teatral, a Carpio de Tajo  (1954), aún sobre la guerra y siempre sobre España, se unen La serrana de la Vera (1966), una lúcida visión sobre el poder de la televisión y otas obras inéditas con cariz crítico y escéptico.

En los últimos libros de poesía vuelve a aspectos ya tratados en juventud, pero expresados ahora con otra nostalgia, con una especie de suave añoranza que denota a la vez una trágica impotencia contenida. En Hacia el sur se fue el domingo, Axa, Fátima y Marién, las tres morillas del conocido romance, le acompañan imaginariamente por las tierras de España ante la imposibilidad de hacerlo físicamente. Porque para Petere, todas las tardes del domingo “volaron” sin remisión a España. O se aferra al recuerdo de Machado para cantar/contar hechos y pasiones, delirios y tristezas, valores y traiciones. Machado, el gran traicionado, es aquí santo y seña de cualquier hombre de exilio. Porque lo mismo que él, exiliado y poeta, no tuvo un puñado de aire que fuera suyo, una reja donde sostener su brazo cansado o un banco donde cobijar el sinsabor de la desesperanza: 

“¡Oh poetas sin tierra como yo condenados
a arañar sus palabras en las rocas
del rojo anochecer de días cansados…!”.

Y todo ese dolor acumulado se condensa en El incendio, un libro escueto y lúcido, en donde la muerte aparece ya como sutil compañera de esquinas y rincones. Porque Petere, al final de su andadura, se dejó morir de pena. También de “dolor y desengaño”, como nos confesó Georges Haldas, poeta de origen armenio, amigo suyo. Y así lo vio también Alberti la última vez que le visitó, en Ginebra, cuando Petere estaba ya en la última vuelta del camino: “La última vez que lo vi lo encontré desconocido, velada la voz, envenenado de pernod y ginebra, hablándome abiertamente de que bebía para suicidarse, así, despacio, pues no tenía el valor de hacerlo de pronto, como quien se arroja a un lago o se dispara un tiro en el corazón”. Petere era consciente de lo que hacía y no le temblaba el pulso al hacerlo. Unos se preparan durante años para beber el último trago, otros cierran los ojos para no verlo y otros lo encaran día a día en pequeños sorbos:

“La muerte puede ser grande
con alas y estrépito de alaridos.
Pero también puede ser pequeña,
morir humildemente, de bala imperialista,
o agonizar, a solas,
entre un rincón y el techo”.

Así fue Petere, un hombre que no habló nunca mal de nadie, un niño grande con ojos azules en los que había horizontes pelados de Castilla y Guadarramas blancos de inocencia. A Petere lo enterraron el 7 de febrero de 1977 en el cementerio ginebrino del Petit Saconnex, sin poder volver al sur ni despedirse de ese tren que roba las fronteras a la noche.

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