Ignacio Meco en su taller (Febrero de 2002). Foto: Juan Manuel Domínguez.

Galería

Ignacio Meco Magdaleno
Pozuelo de Alarcón (Madrid).
1950 -
Daimiel (Ciudad Real).
2003.
Pintor.

Si repasamos la estadística publicada por el Instituto Nacional de Estadística referente a las ciudades con mayor nivel de renta de toda España en 2021, repetía nuevamente la localidad madrileña de Pozuelo de Alarcón con una media de 27.167 euros. En cambio, a mediados del siglo pasado la situación era bastante diferente con una población sufrida a la que costaba enorme esfuerzo recuperarse del estado de destrucción y penuria arrastrado desde de la guerra civil. En pleno proceso de reconstrucción, el 26 de octubre de 1950 nacerá el primogénito de Ignacio Meco y de Pepa Magdaleno a quién bautizaran con el nombre de Ignacio Meco Magdaleno.

El inicio de la vida a las sombras de los pinos y en compañía de las vacas de la popular granja Priégola moldearían la infantil curiosidad de nuestro protagonista en simbiótica armonía con la naturaleza que le envolvía. Apenas completados los estudios primarios, abandonó el colegió sustituyendo compañeros y pupitres por animales y aperos, al tiempo que atendía al cuidado de cabras, vacas, cerdos… De forma casi instintiva, comenzó a dibujar y pintar a esos inquietos seres que bailaban y saltaban y que reducía esquemáticamente a líneas, a matices grisáceos, a manchas de luz y color…

Los dibujos daban salida a una íntima y desconocida inclinación por reflejar el entorno natural que lo cautivaba bajo el prisma de su inocente mirada. Los cuadernos de dibujo se apilaban en casa llamando la atención de su padre que, ajeno a cualquier tipo de formación artística, descubrió su originalidad cuando los entregó a un conocido empresario gráfico quién, adivinando las posibilidades del chaval, lo contrató inmediatamente. Sin embargo, lejos de situarlo como aprendiz en las rotativas, entró a formar parte del estudio junto a experimentados dibujantes a quienes ayudaba en la confección de felicitaciones navideñas, estampaciones, etc.; análogamente completará su formación artística asistiendo a las clases de dibujo y pintura de Maximino Peña.

Sin haber cumplido la mayoría de edad marchó de la casa familiar para instalarse a unos kilómetros en la ciudad de Madrid donde contraería matrimonio poco después con Mercedes Molina. Abandonó el trabajo asalariado porque la rigidez de los horarios era incompatible con un espíritu independiente como el suyo. Con mínimos recursos económicos, y menores preocupaciones por el futuro, comenzó a dibujar, pintar y grabar por su cuenta, sin descuidar su formación académica con las lecturas de los grandes maestros y las consultas profesionales a pintores como Diego Lara o José Miguel Pardo, aunque siempre se consideró un autodidacta ajeno a los convencionalismos con que se suelen encasillar a los así llamados.

Heterodoxo y humilde, Ignacio se convirtió en un científico del arte que aprendía del recurso al acierto y al error; un profesional a quién no importaba elaborar artesanalmente colores a base de pigmentos para sus cuadros, en unos marcos personalizados de corte decimonónico siempre protegidos por cristales de vidrio soplado. Porque el resultado del proceso creativo debía situarse en el contorno adecuado tanto por el vidrio, como por los marcos, la mayoría de ellos salvados del desahucio y dotados de una segunda vida como soporte ideal de las todas las obras de Ignacio Meco.

Las técnicas pictóricas no resistían su concurso: acuarela, carboncillo, gouache, oleo, serigrafía, etc., en síntesis dialogada y creativa con la forma y el color, el espacio y la luz. Se percibe en su obra la influencia del lenguaje artístico inspirado por Klee y Miró, por su capacidad para transmitir al plano la poesía y humanidad que emanaba de un espíritu que hizo profesión de la naturaleza y del arte.

A mediados de los setenta recorrerá media Europa: Suiza, Holanda, Alemania, Italia, Francia… Ampliará su repertorio de amigos con la inclusión de diseñadores, editores, fotógrafos o historiadores. En unos momentos de búsqueda de un lenguaje propio alejado de modas artificiosas que nada le satisfacían, el nacimiento de Ana y la mudanza a Sevilla, se presentarán de forma providencial como el inesperado encargo de unos estudios sobre los diferentes ecosistemas de Doñana, que le condujeron a establecerse en las cercanías del parque nacional, concretamente en la aldea de El Rocío. El contacto directo con el entorno acuático y la diversa avifauna potenciará su libertad creativa desarrollando un estilo sencillo, íntimo y vital prolongando su estancia en la marisma una decena de años en los que afianzará un trabajo artístico particular que lo convertirá en uno de los pintores de la naturaleza más reconocidos dentro y fuera de España.

Precisamente en el año 1992 de regreso de la presentación de los dibujos sobre Doñana en el World Trade Center de Nueva York, acudió a inaugurar una exposición en el pabellón de Alemania en la Exposición Universal de Sevilla, y cuando se dirigían de camino a Madrid se desviaron para atender la invitación de María Jesús Sánchez-Soler –directora del parque nacional de Las Tablas de Daimiel– y visitar este ecosistema fluvial con aparentes similitudes y especificidades con la marisma andaluza.

La estancia fue provechosa tanto por el descubrimiento de los encantos que escondía el paisaje lagunar, como por el contacto humano con gentes de la zona como el pescador Pelayo y su mujer Manuela quienes habitaban una tradicional casa de pescadores del humedal, en proceso de derrumbe, sin luz eléctrica ni agua corriente al otro lado del molino de Molemocho. Motivados por la avanzada edad de ambos y la marcha de sus hijos, estaban decididos a deshacerse de la casilla y del terreno que ocupaba.

Macu Blanco (última compañera de Ignacio Meco), recordaba que durante el viaje de regreso comentaron la idea de la adquisición de la edificación y el conjunto de la finca ubicada en un lugar privilegiado en la curva del Guadiana junto en la entrada al tablazo. Ayudó la pequeña herencia que Ignacio recibió de sus progenitores; pero no alcanzaron ningún acuerdo inmediato con los dueños no tanto por el precio como por el cambio radical que se avecinaba y que pasaba por el abandono de su cómoda posición en Doñana, y por el cuestionable cambio de una vivienda en la capital de España por unas pedregosas ruinas en mitad de ninguna parte.

La decisión implicaba dejar de percibir los ingresos que Macu obtenía con la organización de actividades infantiles, exposiciones de pintura, retrospectivas de arte…, y con esas esporádicas y jugosas participaciones en obras de teatro compartiendo cartel con María Asquerino, Juan Diego o Miki Molina. Era Macu una mujer polifacética de gran corazón a quién agradecemos su desinterés por atender nuestra petición. Comenta que conoció a Ignacio en una exposición colectiva en la que participaron amigos comunes iniciando una profunda relación que se prolongaría hasta el final de sus días.

En 1993 Ignacio y Macu se instalaron en Las Tablas. Desde el exterior los signos de modernidad se limitaban a la vieja furgoneta Volkswagen –todavía en uso–. En la casilla del pescador el fuego del hogar de leña constituyó durante muchos años el único medio para calentar agua, cocinar, iluminarse, etc. Ana Meco señala el membrillo que plantó junto a su padre “el primer árbol de Las Tablas” apostilla, y recuerda con nostalgia los paseos cargada con los cubos de agua con que regaba cada uno de los árboles que fueron conformando este arbitrario bosque que resucita en cada rincón como sugiere el montículo del solado del comedor por la presencia de una raíz de higuera, de mimbre o de granado.

Los comienzos debieron ser mucho más duros que el testimonio de Macu refleja. Ana Meco, una de las hijas del pintor, afirma que su padre fue pionero en el uso de sistemas de energía renovables como placas solares y molinos de viento (el último de los cuales ha perdido las hélices). Recordemos que durante esos años postreros del siglo XX, La Mancha sufría una sequía extrema. El cauce del Guadiana quedó reducido en una extensa lengua de polvo y arbustos amarillentos que disimulaba la turba con serias amenazas de autocombustión. El carrizo pasó a ser el dueño absoluto del antiguo humedal, invadiendo y desplazando a otras especies vegetables que contribuían a la diversidad del ecosistema. Sin embargo, la pareja debía satisfacer unas necesidades vitales mínimas que no se limitaban a los requerimientos biológicos, sino a unas supuestas e irrenunciables exigencias en materia de comunicación, información o seguridad; el abandono del bullicio de una gran ciudad, o el contacto diario con el paisanaje de recoletas localidades, además de las incomodidades inherentes al vivir aislado en cuestiones económicas, sanitarias, culturales, deportivas, etc. Desde luego cuesta ponerse en la piel de estos extraños madrileños en las antípodas de la imagen del urbanitas contemporáneo para descubrir un proyecto de vida en común con un mínimo de posibilidades de éxito para el juicio del resto de los mortales.

Ignacio Meco y Macu Blanco, cual eremitas contemporáneos, multiplicaron días y noches en la restauración respetuosa de una casilla enjalbegada, unos corrales de animales domésticos o un escondrijo para zorros, para tornarlos en taller de creación artística y superación personal en simbiosis con la tierra y el agua, lo mismo plantando un membrillo que alimentando al burro y las gallinas, conviviendo en un paraje que a muchos daimieleños costó valorar como lugar-santuario de encuentro y de intercambio porque Ignacio no solía cobrar en metálico con la ventas de sus obras sino que recibía especies: quesos, corderos, plantas…

Macu recuerda con nostalgia las violentas tormentas de agua respondidas con un bosque de cubos y barreños; en cambio todavía se siente atemorizada por las peligrosas tormentas de arena y polvo en suspensión resultado del calentamiento y la falta de precipitaciones. La cristalina belleza del sol manchego reflejándose en la lámina de agua hace olvidar el paisaje lunar que creíamos se terminaría apoderando de Las Tablas y su entorno.

Para nuestra pareja la supervivencia era un problema menor. La restauración de una casa de campo reconvertida en casa-taller absorbía todo su tiempo; y el pretendido aislamiento se convirtió en modelo y compromiso vital. A la casa del paraje de la curva acudían todo tipo de personas; lo mismo un agricultor vecino que un turista despistado, lo mismo sus amigos flamencos y taurinos que los paisanos de Daimiel, descubriéndose todos en largas charlas junto al fuego de un hogar colorista, contemplando la ribera del Guadiana y los nidos de las cigüeñas a través de las puertas de antiguos ascensores del elitista barrio de Salamanca reutilizados en singulares cristaleras con vistas al exterior. Y es que una de las más indisimuladas aficiones de Ignacio Meco era recoger de la basura multitud de trastos de dudosa definición: colgantes, abalorios, llaveros, letreros, postales, chapas, envases, muebles, marcos, etc. Todo lo guardaba y con artesanal cuidado confería a los objetos nuevos contenidos solo posibles por la mágica abstracción del artista.

Con el paso del tiempo, el agradecido ecosistema se acercará erráticamente a su esplendoroso pasado. La casa de la curva será toda ebullición; los talleres de grabados comenzaron a colmatarse con alumnos que descubrían sus posibilidades artísticas y técnicas a partir de las enseñanzas del singular maestro. Siguió siendo un lugar de reunión, diálogo y humanidad en respetuosa fusión con la naturaleza porque Ignacio “el de Las Tablas” se alejaba del prototipo del bohemio librepensador para acercarse a la figura de ser humano sensible en huida de influencias nocivas, que no se aislaba, sino que moldeaba el tiempo y el espacio de un modo tan personal como insólito, y que compartía con quienes se acercaban a verle sin pretensiones.

Gran aficionado a los toros, desde su infancia frecuentó los círculos taurinos de la capital de España, aunque sería su admiración por el flamenco la que le llevaría a cultivar una inquebrantable amistad con dinastías de cantaores, bailaores o guitarristas como los Morente o los Habichuela.

En Daimiel será querido y admirado porque era una persona que caía bien; sin duda era buena gente. El reconocimiento ciudadano le llegaría con la organización en 2002 de una gran exposición antológica en la que colaboraron importantes personalidades del mundo de la cultura, el arte y la ciencia de la talla del escritor José M. Caballero Bonald, galeristas como Amaranta Ariño, biólogos como Miguel Delibes de Castro o cantaores como Pepe Habichuela. Entre los daimieleños destaca la aportación del director del Centro del Agua Alejandro del Moral con quién cultivo una íntima amistad durante la década que convivió entre nosotros.

Ignacio Meco nunca dejará de pintar, de dibujar, de grabar, de ensamblar, de crear… Realizará exposiciones en galerías nacionales e internacionales más por la necesidad del sostenimiento económico que por el deseo de fama y la obtención de pingues ingresos con la venta de sus obras. Siempre se opuso al mercantilismo porque consideraba el dinero como un medio y no como un fin.

Un viernes 28 de marzo de 2003, en el huerto de la casa de Las Tablas, murió Ignacio en los brazos de Alejandro del Moral. Había cumplido 53 años. Macu permaneció en la vivienda, ayudada por uno de sus aprendices, soportando la ausencia de su compañero merced a las continuas visitas de fin de semana de las dos hijas de Ignacio: Ana y Alba (fruto de su relación con Daniela Carón). Ocupará el tiempo guiando a grupos de turistas en las visitas al parque y manteniendo el legado de Ignacio y el hogar que ambos crearon y compartieron, donde la ligereza y calidad de los materiales constructivos precisaban constante atención y mantenimiento.

Todavía en 2010 carecía de conexión eléctrica, aunque las placas solares y un grupo electrógeno permitían algunas comodidades; tampoco existía instalación de agua corriente, surtiéndose de agua de lluvia en el aljibe construido al efecto. Sin internet, pero con mínima cobertura para el móvil, en torno a esas fechas el tratamiento médico que requerían las dolencias de Macu la obligaron a trasladarse a Daimiel aunque sin desprenderse de la pintoresca vivienda que había pasado a habitar Ana Meco, perpetuando el espacio creativo y personal de su padre Ignacio Meco, con la dificultosa conservación de su obra solo superada por la añoranza filial de su memoria.

Bibliografía:

  • Amaranta Ariño, “Conversación con Ignacio Meco”, Añil, Ciudad Real, nº 26 (otoño de 2003), pp. 52-57.

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