Gregorio Imedio nació el 13 de febrero de 1915 en Calzada de Calatrava (Ciudad Real). Su padre, Lorenzo Imedio, era dueño de una droguería y también gestionaba el único cine de verano que por entonces había en Calzada: el Cine Mudo Imedio.
Gregorio era a los 15 años, un chico ingenioso y despierto que heredó de su progenitor la afición por la mezcla de sustancias químicas, por lo que ayudaba a su padre en la preparación de varios productos de uso doméstico que despachaban en la droguería local. Este trabajo lo hacía compatible con otra actividad que para él suponía una verdadera afición: la proyección de películas en el cine de verano y en el Casino del pueblo, que anunciaba mediante carteles dibujados por él mismo.
Fue en esta última actividad y debido a que las películas se rompían con frecuencia durante las proyecciones, (con los silbidos y pataleo del público, al que ni siquiera el pianista que por entonces acompañaba como sonido de fondo, conseguía aplacar), cuando Gregorio observó que al repasar y empalmar las películas con acetona, se generaba una especie de gelatina viscosa que le pegaba los dedos. Dedujo con ello, que deshaciendo el celuloide con el disolvente se podía obtener un pegamento. Esa fue la chispa que disparó su afán investigador y sus ganas de hacer cosas nuevas con los productos de la tienda de su padre. Y como pasa muchas veces, de las pequeñas cosas cotidianas, del ingenio y del azar, nacen las grandes ideas, y así fue el descubrimiento del Pegamento Imedio.
Empleando los sentidos del gusto y del olfato como únicos instrumentos de laboratorio, Gregorio realizó laboriosos experimentos con distintas sustancias, combinando resinas y celuloides disueltos con acetona y otros disolventes, probando las cualidades del producto obtenido, hasta dar finalmente y tras laboriosos ensayos, con la fórmula óptima, no sin antes romper, con gran disgusto de su madre, Eulalia, gran parte de la vajilla de porcelana del ajuar doméstico, para hacer pruebas de pegado y comprobar su resistencia.
Algunas veces, también comprobaba la bondad del producto pegando monedas en el mostrador de mármol de la droguería, divirtiéndose y retando a los clientes a arrancarlas.
Gregorio, siempre inquieto y con ganas de aprender y experimentar, tuvo como única formación la escuela y fue su propia afición y curiosidad, la que le llevó a tomar contacto con algunos libros de química.
En Calzada, se corrió la voz de que el hijo de Lorenzo, el de la droguería, había descubierto un pegamento muy bueno y las señoras desfilaban por la tienda para que les pegara platos y otros utensilios rotos. Era un producto novedoso en aquella época. No había nada igual en el mercado.
En 1935, con 20 años, Gregorio Imedio patentó el pegamento que lleva su nombre y se decidió a producir y comercializar seriamente su invención.
Gregorio empezó a trabajar por su cuenta, primero en su casa y luego en un local alquilado. En la cornisa de aquella fachada de la calle Real puso por primera vez el rótulo “Productos Imedio”. La primera inversión en la empresa la hizo con 500 pesetas comprando garrafas de vidrio, marmitas, jeringas de chapa, tubos de metal y tenazas para cerrarlos. Estos eran los primitivos instrumentos con los que dio los primeros pasos, en un proceso artesanal muy laborioso ayudado por sus dos hermanas y algunas vecinas. La celulosa, componente básico del adhesivo, la obtenía cortando a los rollos de película unos metros de celuloide, después había que quitarle la gelatina raspando con un cuchillo. Con 10 metros de película se fabricaban unos 100 gramos de pegamento. Como la materia prima escaseaba, y no era cuestión de dejar a los espectadores sin películas, escribió a las productoras cinematográficas para que le enviaran cintas fuera de uso que recibía a bajo precio. Pero de nuevo tuvo que aguzar el ingenio, inventando una máquina, para quitar la gelatina a los 500 kilos de película que recibió. Para ello fabricó un bombo de tela metálica en el que introducía unos 100 kilos de película que al girar hacía pasar el celuloide por una solución de sosa cáustica hasta que quedaba completamente transparente. Gregorio, gran aficionado a la mecánica, inventaba constantemente nuevos artilugios que ayudaran en la fabricación de su producto, sirviéndose de los viajantes del negocio paterno para que lo dieran a probar y lo difundieran por otros lugares. Los habitantes de los pueblos cercanos, encargaban a sus amigos de Calzada que les comprasen un tubo de un pegamento muy bueno del que habían oído hablar. El mercado en estos primeros pasos lo constituían unas decenas de clientes diseminados por unas pocas provincias. En esta época la producción diaria nunca sobrepasó los 300 tubitos.
Desde el principio, Gregorio ideó el logotipo que iba a identificar siempre su “fábrica de pegamentos y artículos de limpieza”, como inicialmente se llamaba, y que no era otro que la representación de la inicial de su propio nombre: una “G” en forma circular, en cuyo interior aparece una pequeña “y” y a continuación el guarismo “½.”, cuyo significado era “Gregorio Imedio”. Suyo es también el diseño y mejora de máquinas mezcladoras, batidoras, envasadoras, numerosos carteles publicitarios y el famosísimo eslogan: “No importa, el remedio, pegamento Imedio”.
La Guerra Civil paralizó la producción ya que durante la contienda no podían disponer de disolventes, ni de resinas, pero en 1944, una vez asegurado el suministro de materias primas, importando la celulosa de Alemania, Gregorio Imedio se decide a reanudar sus actividades empresariales. Esta vez con un socio, Pedro Ciudad Torres, su cuñado. Pedro creyó en la idea y descubrió una oportunidad que otros no vieron. Aportó 6.000 pesetas de capital y se encargaría de toda la labor financiera y administrativa de la empresa. Ese mismo año la producción se sitúa entre los 500 y los 1.000 tubos diarios de pegamento, gracias a una máquina envasadora diseñada por Gregorio. Así empezó una nueva y decisiva etapa, pudiendo comprar una vieja casa en ruinas en la calle principal del pueblo, construyendo un edificio que fueron ampliando y acondicionando para la fabricación del producto.
En 1952 compró la primera batidora industrial con capacidad para 500 litros y un dosificador automático que llenaba 3.000 tubos en cuatro horas. En 1957 compró una máquina industrial en Barcelona que llenaba 25.000 tubos en ocho horas y era manejada por tres personas.
Después del hallazgo original, vinieron otras fórmulas complementarias que acabaron dando a la empresa toda una diversa gama de productos adhesivos.
La red de agentes comerciales era cada vez mayor y se extendía por toda España. Y el número de trabajadores en la fábrica seguía creciendo. Era como una gran familia, en la que cada año los empresarios y el personal de la empresa realizaban un viaje juntos. Este viaje era totalmente gratuito para los trabajadores y recorrieron varios puntos de la península (Cataluña, Galicia, Andalucía, Mallorca…) y algunos del extranjero como Lourdes, Fátima… Estos viajes fueron ampliamente difundidos en los periódicos de mayor tirada de la época y su publicidad insertada en los lugares más destacados, ocupando durante bastante tiempo las contraportadas a todo color del Ya y del ABC dominicales.
En 1972, Gregorio Imedio inaugura una nueva factoría para satisfacer la demanda nacional, situada en las afueras de Calzada de Calatrava. Una moderna industria de 40.000 m2, con maquinaria de envasado de alta tecnología y con instalaciones deportivas y de ocio para sus empleados, a la que acudían colegiales de visita, así como diversos colectivos y grupos turísticos de toda España, de paso por la provincia. Las diversas variedades de adhesivos Imedio llegaron a copar el 70% del mercado nacional, con un envasado diario de unos 200.000 tubos. Arquitectos, maquetistas, zapateros, amas de casa, escolares, artesanos… millones de personas han usado su invento y conocían los tubitos que se fabricaban en un pueblo manchego. Gregorio fabricaba el producto “que más cosas ha unido en España” según palabras textuales.
Atrás quedaron los tiempos en los que cuando se decidió a montar una industria en toda regla, pidió colaboración a los potentados del pueblo buscando un socio capitalista y nadie creyó en él. Le tomaban por un loco; nadie se fiaba de aquel negocio tan novedoso. Solamente Pedro Ciudad fue su socio de por vida. Luego, cuando ya triunfó con su pegamento, no pudo menos de sentirse orgulloso de una industria que fue el orgullo de Calzada y de Ciudad Real ganándose a pulso un hueco en la historia empresarial de España. Y es que como indica otro eslogan: “Imedio no es solo un pegamento… es pegamento y medio”
En 1988, cuando Gregorio tenía 73 años, la empresa fue vendida a una firma multinacional holandesa.
Gregorio Imedio, ya en su jubilación, siempre supo que dejó atrás un trabajo bien hecho. Este era Gregorio Imedio, un hombre trabajador, de carácter alegre, sencillo y muy humano. Un apasionado de su pueblo, de sus gentes y sus costumbres. Un hombre hecho a sí mismo gracias a su ingenio y a su espíritu emprendedor. Un calzadeño que amaba el cine, la música, los trenes, la mecánica y el dibujo.
Gregorio Imedio falleció en Madrid, rodeado de su esposa y sus hijos, el 9 de enero de 2002.
Foto cedida por la familia Imedio