Jantipa García Jiménez fue una señora manchega que alcanzó notoriedad, aún la tiene, en 1905, al incluirla entre otros, el poeta Rubén Darío en una crónica publicada en el diario La Nación de Buenos Aires y el escritor José Martínez Ruiz, Azorín, en los artículos que le encarga el director de El Imparcial para conmemorar el III Centenario del Quijote; artículos que después se convertirían en el famoso libro La Ruta de Don Quijote.
Unas breves pinceladas nos acercarán a esta mujer nacida, 1843, en Alhambra, famoso pueblo de La Mancha de Ciudad Real, donde los romanos, entre otras culturas, se asentaron y actualmente se pueden visitar sus vestigios.
La Xantipa (tal como la nombra Azorín irónicamente haciéndose eco del uso gramatical que en el s. XVII se hacía de la J), tuvo para la época una larga y longeva vida; pues falleció a los ochenta años en Argamasilla de Alba (el 20 de agosto de 1923).
Mujer de carácter tenaz se instala en la mencionada localidad, de donde ya no se marchó nunca, al casarse con Pascual Aparicio Sánchez, personaje singular con nacencia y ancestros en La Solana, del Campo de Montiel, viudo y con siete hijos que, en aquel tiempo, se dedicaba al transporte de maderas y su posterior industrialización, llegando a ser uno de los mayores contribuyentes del municipio.
Sin embargo, no estuvo exento de críticas, como sucedía en la época, la unión de un viudo con una moza de buen ver: Jantipa era 25 años más joven que su marido. Pero poco le importó a ella el cotilleo. Y menos se preocupó de los correveidiles que sistemáticamente la zaherían, porque muy ocupada se hallaba criando los ocho hijos que tuvo con Aparicio: Isabel, Remedios, Luis, Tomás, Pascual, José, Mercedes y Gabriel; y parte de los siete retoños que Aparicio había aportado de su anterior casamiento con María Santos Gómez Solís, natural y vecina de la localidad: José, Vicente, Eugenia, Tomasa, Antonia, Prudencio y Juliana.
Pero no fue sólo la juventud lo que molestó a los herederos de la primera esposa del patriarca de la familia, sino el capital que había logrado reunir su padre con María Santos y que Aparicio manejaba personalmente sin repartirlo entre sus seis primeros vástagos.
Ajena parecía vivir Jantipa a dichas desavenencias cuando en 1887 fallece su esposo. Fue este tema: triste, peliagudo y difícil, el que obliga a la viuda a vender buena parte de los bienes que le habían tocado a ella en la testamentaría del fallecido.
La Fonda de la Jantipa.
Aunque llorosa y prácticamente arruinada por la debacle que se organiza con la muerte de Pascual, Jantipa baraja varias posibilidades para sacar adelante a su numerosa familia y, para no quedarse sin vivienda, llega a un acuerdo con el comprador que le oferta adquirir la casa familiar donde vivía y, en uno de los lados: justo en el que daba enfrente de la Glorieta, punto neurálgico de Argamasilla, se reserva una estrecha franja, alrededor de unos cuatro metros de fachada, para convertirla en la famosa Fonda de la Jantipa.
Críticas al parecer hubo por parte del dueño del Mesón del Rosario, que estaba situado enfrente de la fonda, por haberse atrevido una mujer, joven viuda: Jantipa contaba en esa fecha 44 años, sin saber leer y escribir, a poner una fonda. Pero Jantipa obvió la requisitoria y las críticas; y se afanó para sacar a sus hijos adelante y modernizar su exiguo hospedaje y así ofrecer mejor calidad, dentro de lo posible, que la que ofrecía el mesón.
Para llevar a cabo sus fines trata de reunir, en sus limpias y relimpias habitaciones, a lo más granado de la intelectualidad local, comprando algunas revistas y periódicos; pero no logra su propósito, porque el boticario, don Carlos Gómez, vecino suyo, un gran aficionado al Quijote, ya reunía y tenía adeptos diariamente, para hablar de lo divino y de lo humano, en la rebotica que regentaba: personajes que Azorín también visitó para charlar con los ‘académicos’ (Con preferencia, el tema más importante era leer el Quijote y comentar la tradición cervantina y literaria de Argamasilla de Alba).
Sin embargo, Jantipa no se amilana con las dificultades; porque si bien es verdad que la iniciativa de la joven viuda dispara comentarios jocosos entre el vecindario, ella no cede en cuanto a utilizar su aseada vivienda como hospedaje útil, según pensaba, para los viajeros que no deseaban pernoctar en la desangelada posada de su vecino.
Deudas familiares y otros sucesos.
En tan dramáticas circunstancias corren los meses y las deudas de Jantipa son incontables y los acreedores más. Pero no opta por el camino fácil que era mandar a trabajar a sus hijos; sobre todo a los niños, una costumbre muy arraigada en aquel tiempo en las poblaciones nuestras, sino que los envía a la escuela; pues uno de sus anhelos era, según su nieta Mercedes Aparicio -hija del más joven de los hijos de la dueña de la fonda, Gabriel-, que aprendieran a leer y escribir y las cuatro reglas de la aritmética: sumar, restar, multiplicar y dividir.
Haciendo realidad esos pensamientos y planes, con gran dolor, porque suponía perder patrimonio, Jantipa empieza a pagar los numerosos débitos que tenía su esposo vendiendo y malvendiendo bienes. Y cuando ya pensaba que todos los deudores habían recibido lo adeudado, dos años después que su marido falleciera, en mayo de 1889, Tomás Pelayo Gutiérrez, natural del Provencio y vecino de Tomelloso, acompañado de Alejandro Cappa, vecino de la localidad, que actuaba de hombre bueno, se presentan en casa de Jantipa para reclamarle una cuenta pendiente de liquidación que el tal Pelayo tenía con el difunto Pascual, según expresó éste último, desde 1885:
“Ascendiendo la misma a 1.390 reales y siete céntimos”. Deuda por la que había recibido el demandante del difunto: “35 tirantes de madera a precio de 14 reales y medio cada uno, que importan 507 reales y medio, quedando por tanto el débito en 883 reales”.
La cifra de la deuda hace que Jantipa ponga el grito en el cielo y, presurosa, manda llamar a todos sus hijos; y a las casadas del primer matrimonio de Aparicio (éstas acompañadas de sus maridos), y ante ellos y un grupo de vecinos, exclama: que le extraña sobremanera las reclamaciones que le hacen, pues la cuenta databa de hacía 24 años; es decir de 1854:
“Tiempo suficiente tuvo con mi difunto Pascual de arreglarlo y pedírselo, como igualmente cobrarlo; porque sabido es por los vecinos y por los aquí presentes, que mi difunto gozó de buena posición para efectuar el pago. Tanto es así, que a su fallecimiento dejó bienes por más valor que la deuda que se reclama. Además, mi difunto, al otorgar testamento no declaró tenía cuenta ninguna con el demandante, pues conforme manifestó las tenía con otros, lo mismo hubiere hecho de esta que se reclama, y por ello digo no reconocer la petición que se me hace”.
Y, dándose la vuelta se entró en la casa, dejando al reclamante de la deuda atónito por la desenvoltura; pero no tanto que no la amenazase con poner en el Juzgado Municipal un Acto de Conciliación, que obligó a la viuda, por medio de sus hijos: Mercedes y Gabriel, a leer una y otra vez, los diversos papeles de la testamentaría, quejándose ella, con lágrimas en los ojos, no poder hacer la lectura sin molestar a sus hijos.
Con dichas pesadumbres, ya a principios del siglo XX, la familia protagoniza un hecho inaudito que hace peligrar su buen nombre. Tan insólito suceso nos lo narró también su nieta Mercedes Aparicio y trata sobre una de sus tías, la cual:
“Dio a luz una mola hidatiforme o embarazo molar que se tiraba contra las paredes”.
Dicho trastorno del embarazo se caracteriza por la presencia de un crecimiento anormal de un embrión no viable implantado y proliferante en el útero. La denominada mola, según nuestra informante, la hija de Jantipa:
“La trajo en un recipiente lleno de alcohol para que mi abuela la viera y la enterrara en el estercolero de la casa y, cuál no sería la sorpresa de todos que, una vez enterrada, la mola salió con mucha violencia del basurero y se quedó pegada a la pared”.
Comentarios malévolos hubo entonces en el pueblo por tal suceso; pero Jantipa y su familia los ignoraron, evitando darle pábulo a la maledicencia.
Otros datos sobre la Xantipa.
Pero, ¿qué aspecto físico tenía la que se llamaba con nombre igual que la mujer de Sócrates?… Verdad es que ahora lo sabemos por la generosidad de su biznieta, Aquilina Carrasco Aparicio: que conserva una fotografía de Jantipa cuando era joven, pero hasta hace poco se ignoraba el aspecto de tan notoria mujer; y aún ignoramos cómo era cuando contaba 62 años de edad.
Es Azorín, en uno de los capítulos del libro reseñado, concretamente en el titulado: Siluetas de Argamasilla, el que nos narra el semblante que tenía la dueña de la fonda donde se hospedaba:
“La Xantipa es de ojos grandes, labios abultados y una barbilla aguda, puntiaguda; la Xantipa va vestida de negro y se apoya, toda encorvada, en un diminuto bastón blanco con una enorme vuelta”.
De luto y encorvada, Jantipa, siguió regentando la fonda hasta alcanzar fama; pues el hospedaje fue referido en periódicos y otros medios de comunicación por los visitantes que a nuestra localidad vinieron en 1905 y en años posteriores. Una sonrisa irónica asomaba a su rostro cuando sus hijos, en las largas trasnochadas de invierno, leían lo que los periódicos decían de su madre. Entonces, con gracia, ella decía a su familia, que tenía ‘fama de artista’.
Rubén Darío y Azorín se hospedan en la fonda.
Fue el poeta Rubén Darío el primero que saca a colación la fonda cuando visita nuestra localidad en febrero de 1905, (llegó acompañado por el periodista: Pedro González-Blanco, escritor que tenía un bagaje muy halagüeño y un futuro prometedor¸ pues contribuyó con Helios y La Vida Literaria, revistas en las que se dieron a conocer los componentes más notables de la llamada Generación del 98 y asimismo escribió en los periódicos: El Imparcial, El Liberal, La Lectura, y la Revista Contemporánea); pues el nicaragüense dice:
“En Argamasilla de Alba, no existe fonda ni cosa por el estilo. Hay que ir a la posada con los arrieros o ser hospedados por algún particular. A mí me recomendaron a la madre del sastre del pueblo, que se llama como la mujer de Sócrates, Jantipa […] ¿Cómo referiros la exigüidad de sus recursos y la revolución causada con mi presencia en aquella casa mantenida como seguramente se mantenían las de hace tres y cuatro siglos?…”
Un mes más tarde, Azorín nos explica las habitaciones de aquella estrecha y alargada casa que daba cobijo a la fonda:
“Es de techos bajitos, de puertas chiquitas y de estancias hondas. La Xantipa camina de una a otra estancia, de uno a otro patizuelo, lentamente, arrastrando los pies, agachada sobre su palo. La Xantipa, de cuando en cuando, se detiene un momento en el zaguán, en la cocina o en una sala; entonces ella pone su pequeño bastón arrimado a la pared, junta sus manos pálidas, levanta los ojos al cielo y dice, dando un profundo suspiro: ¡Ay, Jesús!… Y entonces, si vosotros os halláis cerca, si vosotros habéis hablado con ella dos o tres veces, ella os cuenta que tiene muchas penas… Se trata –dice la Xantipa- de una vieja escritura; de un huerto, de una bodega, de un testamento…”.
Pero si bien Azorín nos narra, muy detalladamente, la vida cotidiana de tan sobresaliente mujer, es Rubén Darío el que refiere las atenciones culinarias con las que agasajaba Jantipa a sus huéspedes:
“Desde luego se me pidió -dice el nicaragüense- que indicase lo que quería comer”.
Copiando a Cervantes, Darío le pide a la dueña del hospedaje todo el menú que el autor del Quijote señala para don Alonso Quijano.
“Jantipa se puso las manos en la cabeza y me manifestó, que a lo más me serviría un ajo de patatas”.
No debió parecerles bien a los huéspedes tan recia comida; porque Jantipa, además, ofreció “abadejo a la arriera”. Pero tampoco agradó al poeta nicaragüense y a su amigo el agasajo; porque la dueña de la fonda les ofreció, como último recurso: huevos pasados por agua, gachas y algún chorizo de su matanza. “Protesté -dice Darío- y mi protesta ocasionó el agregado de un pollo, todo lo cual y un vinillo blanco sin clasificar nos fue servido sobre dudosos manteles y ante las tijeras y las medidas, que atestiguaban la profesión del hijo de la viuda socrática. (Uno de los hijos de la Xantipa era sastre).
Poco nos dicen, sin embargo, las crónicas, del arduo trabajo que ella realizaba, y menos de la responsabilidad de criar y casar a parte de los hijos de su marido y a los ocho suyos, o los problemas devenidos de la fonda: hospedaje que siempre mimó comprando algunos libros para lectura de sus huéspedes y visitando a los priostes locales para que enviaran o llevaran a tan modesto hospedaje a todos los intelectuales viajeros y políticos que venían a la Villa.
Lo anterior nos lo confirmó y amplió su nieta, Mercedes Aparicio, refiriendo que, hasta su muerte en 1923, durante el tiempo que regentó la pensión, su abuela fue mejorando el servicio con la compra de vajillas, cristalerías y cuberterías; pues el Ayuntamiento, cuando ciertas autoridades visitaban Argamasilla, le encargaban sirviera el protocolario convite. En 1905 Azorín nos la describe: “con sus ojos grandes y muy limpia”.
Los problemas que la Xantipa narra entonces al escritor eran los mismos que le preocupaban hacía años y su letanía la de siempre. El tiempo, en nuestro pueblo y en nuestras gentes, tal como escribió el autor de La Ruta de Don Quijote: “Se había desvanecido, no había pasado”.
Referencia:
- Pilar Serrano de Menchén, “La Xantipa, una mujer de leyenda”, Lanza, Ciudad Real (4-2-2022), https://www.lanzadigital.com/. Consulta 3-1-2025.