Septuagésimo obispo de Cuenca (1973-1996), diócesis en la que hizo su entrada el 17 de junio de 1973, tras un largo período sin responsabilidades pastorales, al haber estado varios años en una curiosa situación no laboral, la de un obispo sin diócesis. Teólogo, filósofo e historiador del Arte, estas cualidades de su personalidad quedaron oscurecidas por sus posiciones ideológicas de tendencias conservadoras tanto en el ámbito de la moral como en el terreno político.
Fue ordenó sacerdote el 15 de octubre de 1944, en la catedral de Lugo, en ceremonia oficiada por el obispo de esta diócesis, Rafael Balanza Navarro, tras haber hecho los estudios de Latín y Humanidades en el seminario de Santiago de Compostela, completándolos con los de Teología en la Universidad Gregoriana (Roma), entre 1940 y 1943, haciendo el doctorado en la Pontificia de Salamanca. Antes, durante la guerra civil, sirvió como soldado voluntario en los frentes de Sierra Espadán, en el Batallón 198 de la 108 División, Cuerpo de Ejército de Galicia, permaneciendo seis meses en el frente, en una unidad de ametralladora, antes de volver con su unidad a El Ferrol. En la ciudad compostelana inició sus actividades sacerdotales, como profesor del seminario diocesano (en las disciplinas de Historia de la Filosofía, Teología Dogmática y Sagrada Escritura) y más tarde como canónigo de la catedral (1951-1964), si bien residió largas temporadas en Roma en los años 1955, 1956 y 1959 para realizar ampliación de sus estudios de Teología. Durante ese periodo fue consiliario de la juventud universitaria de Acción Católica.
Teólogo consultor del episcopado español en el Concilio Vaticano II (1962-1964), considerado como un hombre abierto y dialogante, con actitudes que en ese momento le merecieron el calificativo de progresista, destacó notablemente en las sesiones del concilio, de donde volvió enriquecido por un extraordinario prestigio. En especial, fue notable su aportación sobre ateísmo y marxismo en la discusión de la constitución «Gaudium et Spes», que habría de significar un importante avance en la apertura de la Iglesia Católica hacia otros conceptos filosóficos y políticos. Fue nombrado obispo auxiliar de Madrid (titular de Mutia) el 15 de junio de 1964 y consagrado en la catedral de Santiago de Compostela el 26 de julio del mismo año, en una ceremonia en la que ofició el cardenal Fernando Quiroga Palacios, arzobispo compostelano, asistido por Casimiro Morcillo González, arzobispo de Madrid y por Miguel Novoa Fuente, obispo titular de Chytri y auxiliar de Santiago. Ya investido con la dignidad episcopal volvió a ocuparse de las tareas conciliares durante los dos años siguientes. De Inmediato se incorporó a la Conferencia Episcopal Española, recién constituida entonces que le eligió como secretario (1966-1972) y en cuyo nombre asistió al primer Sínodo de Obispos, en 1967.
Todo confluía para hacer de Guerra Campos uno de los más brillantes y prometedores miembros del episcopado español, al que esperaba, por su inteligencia, capacidad dialéctica, don de comunicación y sabiduría teológica un gran papel en la nueva orientación de la Iglesia. Su espíritu aperturista, de profunda compresión hacia los movimientos sociales y juveniles, con los que mantenía frecuentes contactos (incluso con los miembros de la clandestinidad española) le hacían figurar como una persona clave para el futuro de la Iglesia española. Uno tras otro fue recibiendo cargos de confianza: presidente de la Unión Nacional del Apostolado Seglar, consiliario de la Junta nacional de Acción Católica, director del Instituto Central de Cultura Católica Española, director del Instituto de Cultura Religiosa Superior de Madrid, presidente de la Comisión Católica Española de la Infancia, presidente del Comité Rector de la Campaña contra el Hambre, miembro del Secretariado Pontificio para los no Creyentes, miembro fundador del Comité de Enlace de las Conferencias episcopales europeas. A este tiempo corresponde también la popularidad que alcanzó como comentarista religioso en TVE, con una alocución diaria al cierre de la programación nocturna, a la vez que ocupaba el cargo (en 1966 y 1974) de presidente de la comisión asesora de programas religiosos). Todo eso se frustró de una forma ciertamente inesperada y nunca bien explicitada.
En 1967 Franco le había nombrado procurador en Cortes por designación directa. No se ha estudiado hasta qué punto este gesto del Caudillo pudo influir en la personalidad y el carácter íntimo de Guerra Campos, que hasta ese momento no había mostrado ninguna vocación por la actividad política ni compromiso especial con el Régimen agonizante, pero lo cierto es que desde ese instante se registra en su actitud una clara evolución hacia posiciones cada vez más conservadoras y adictas al franquismo. Podría interpretarse, quizá, que Guerra Campos concedió al acto de juramento de fidelidad al régimen que pronunció al ingresar en las Cortes una vinculación de firmeza por la que se consideró obligado a mostrar fidelidad al régimen más allá de lo que hasta entonces había demostrado con sus actitudes personales y religiosas. La llegada a la diócesis madrileña del arzobispo Vicente Enrique y Tarancón fue un golpe muy duro para el auxiliar Guerra Campos. El desencuentro entre ambos fue inmediato y no solo por ideología política (que es el aspecto que más suele destacarse cuando se simplifica el análisis de esta relación) sino también en lo pastoral e incluso en lo personal. El que habría de ser cardenal prefería una acción viva y dinámica, muy cercana a las gentes y, desde luego, presintió que se acercaban tiempos de cambio y que la Iglesia no podía quedar al margen de esa evolución hacia la democracia. Guerra Campos, persona reflexiva y sedentaria, se vio distanciado de la dinámica impuesta por el nuevo arzobispo madrileño y, en la práctica, quedó fuera de la acción diocesana.
Esta situación no afectó solo al cardenal Enrique y Tarancón, sino al conjunto del episcopado, del que Guerra Campos se fue distanciando. En 1972 apoyó la celebración de unas jornadas sacerdotales en Zaragoza, de claro matiz ultraderechista, a las que el papa Pablo VI le prohibió asistir. Otras jornadas de parecido carácter tuvieron lugar más tarde en Cuenca, organizadas por la exaltada Hermandad Sacerdotal Española, aunque el obispo igualmente tuvo la prudencia de mostrarse ajeno a ellas. Este progresivo deslizamiento hacia la ultraderecha contrastaba con los movimientos de signo contrario que realizaba la sociedad española, incluyendo la Iglesia, convencidos casi todos los estamentos de que la cada vez más próxima muerte del dictador habría de dar paso a una situación completamente nueva.
El enquistamiento posicional de Guerra Campos produjo una abierta ruptura con el resto de sus compañeros en el obispado. En 1972 cesó como secretario de la Conferencia episcopal y fue desprovisto de la mayor parte de los cargos mencionados antes. El obispo sin diócesis eligió voluntariamente el aislamiento absoluto: dejó de ir a las reuniones del episcopado y cortó relaciones con la práctica totalidad de sus colegas, mientras mantenía una posición auténticamente numantina a través de escritos y homilías en un lenguaje cada vez más excéntrico y alejado de la realidad. La nunciatura le buscó una salida discreta, encomendándole la diócesis de Cuenca, en espera de la evolución de los acontecimientos. Fue promovido el 13 de abril de 1973 y entró en ella el 17 de junio.
Probablemente, el Vaticano y la Iglesia española esperaban que, al recibir la nueva responsabilidad, en una provincia tranquila y nada conflictiva, el obispo se dedicaría a sus funciones pastorales y aplacaría su beligerancia contra todo lo que significaba modernidad, tanto en la política como en las costumbres. Quienes esperaban tal cosa se vieron frustrados y quienes le animaron a convertirse en símbolo y bandera de las posiciones más ultraconservadoras, en religión y en ideología, se vieron satisfechos. Usando como vehículo de difusión de sus ideas el Boletín Oficial del Obispado (un auténtico bestseller durante esa época) y el púlpito, además de frecuentes artículos y entrevistas en la prensa, Guerra Campos se convirtió en la voz que clamaba en el desierto, contra los partidos políticos, la democracia, el divorcio, el aborto, la convivencia fuera del matrimonio, la libertad de expresión, la homosexualidad, las costumbres y cualquiera de los factores que marcan la transición de la España franquista a la de hoy. Su devota fidelidad a la figura y la labor de Franco le llevó al extremo de ensalzar al Dictador fallecido poniéndolo como ejemplo de un “hijo fiel de la Iglesia”, permaneciendo cinco horas junto al cuerpo yacente, en el Palacio de El Pardo e incluso llegando a justificar que podría ser santificado.
Llevó su fidelidad al sistema, siendo procurador en Cortes, al votar contra la reforma política que habría de instaurar la democracia. En 1976 aún pudo usar su voto para oponerse al proyecto de ley del divorcio, antes de cesar en las Cortes. En esta pelea de él contra todos, Guerra Campos no dudó en incluir abiertamente a sus compañeros del episcopado, en artículos como «Cosas extrañas en la Iglesia Española», publicado en 1980, en el que denunciaba una supuesta protestantización del catolicismo hispano, con lo que acentuó su distanciamiento del resto del episcopado: continuó durante muchos años sin asistir a las reuniones de la Conferencia Episcopal.
De esta manera, la figura del obispo de Cuenca fue convirtiéndose en la de un exótico personaje, aislado y solitario, defensor a ultranza de posiciones radicales e inamovibles, en el que no parecía influir el paso del tiempo ni la existencia de nuevas circunstancias sociales y políticas. La democracia, las libertades, el sistema parlamentario, la monarquía misma, todo quedaba dentro de ese complot perverso que conducía a España a la condenación, mientras solo Guerra Campos parecía capacitado para expresar la denuncia de tales hechos. Su oposición visceral al sistema encontró una forma de manifestarse en la única visita oficial de los reyes de España a Cuenca en ese periodo. El día fijado, el obispo se fue a Roma, a realizar la visita pastoral. Huida que se repetía, periódicamente, en cada convocatoria electoral: nunca fue posible verlo ni fotografiarlo emitiendo su voto. Esos días, siempre, estaba de viaje.
Tal posición, sin embargo, se fue diluyendo con los años. Guerra Campos, que se mantuvo fiel a Franco y al franquismo, como si este pudiera pervivir más allá de la vida de su fundador, optó en los últimos años por un prudente silencio. Se puede decir que tras el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 aceptó finalmente que la situación era irreversible y puso término a sus periódicos ataques contra el sistema democrático y a sus ofensas al rey Juan Carlos, al que consideró siempre culpable y cómplice de lo sucedido pues, desde su óptica, un monarca cristiano no podía sancionar ni permitir la implantación de una Constitución disolvente y laica, además de considerarlo perjuro, por haber traicionado el juramento de fidelidad al Movimiento que había realizado al asumir la corona. Durante los últimos años de su vida consumió en silencio y discreción la amargura de no haber sido comprendido ni haber logrado el capelo cardenalicio para el que parecía predestinado desde el comienzo de su carrera.
Hombre de una cultura enciclopédica, que abarcaba no solo cuestiones humanísticas, sino también científicas, poseía una mente lúcida, perfectamente ordenada, con una rica memoria, lo que resultaba especialmente propicio para el desarrollo de una oratoria muy clara y expresiva. Corresponde a la secreta evolución del alma humana, insondable sin duda, el saber por qué el aperturista y crítico obispo auxiliar de Madrid (que recibía en su despacho a los líderes de la clandestina oposición al franquismo) se transformó en un radical ultramontano; quizá en esa evolución tuvo algo que ver el nombramiento de Tarancón como arzobispo de Madrid, tras la muerte de Casimiro Morcillo, cargo que probablemente Guerra Campos consideró que le pertenecía. Otra posible interpretación ya comentada, es la de que llevó hasta los últimos extremos el juramento de fidelidad que formuló al incorporarse a las Cortes, considerando que la palabra empeñada no admitía otras variantes más que la prolongación indefinida del franquismo sin Franco. La jubilación del cardenal Tarancón y la intervención directa del nuncio Janos Kadar propiciaron al fin el retorno del obispo de Cuenca a las reuniones de la Conferencia Episcopal, en la que nunca más consiguió ocupar ningún puesto de responsabilidad y en la que no parece que interviniera de forma activa.
Su papel como obispo de Cuenca ofrece un amplio panorama de luces y sombras. Nunca tuvo vicario de pastoral ni le preocupó en absoluto difundir orientaciones o consejos a sus sacerdotes y feligreses. Nunca escribió cartas pastorales ni ofició la habitual misa dominical abierta al público, salvo las obligadas por el calendario litúrgico, reduciendo al mínimo sus contactos con un clero desilusionado por la ausencia de una orientación pastoral efectiva. Su desinterés por las cuestiones domésticas llegó al extremo de renunciar a la siempre entrañable ceremonia de viajar a los pueblos para la confirmación de los niños, tarea episcopal que fue delegando en los sacerdotes de su entorno más próximo. Sí llevó a cabo una inteligente actuación de implantación parroquial en la ciudad de Cuenca, para acomodarla al imparable crecimiento urbanístico con la creación de nuevas parroquias: Santa Ana (1984), San Julián (1987), San Fernando (1995) y la apertura al culto de la iglesia de San Felipe (1990) en el casco antiguo.
En el haber del obispo Guerra Campos y desde la óptica estrictamente local es preciso anotar tres hechos de suma importancia: la implantación del Parador de Turismo san Pablo, la instalación definitiva del Museo Diocesano y la colocación de vidrieras abstractas en la catedral de Cuenca.
El inmenso caudal de arte atesorado por la iglesia a lo largo de los siglos constituía un informe depósito acumulado sin ninguna brillantez en una de las dependencias del templo. El obispo impulsó la implantación de un Museo, ubicada en las plantas inferiores del palacio episcopal, obra financiada por la Caja de Ahorros y diseñada por Gustavo Torner, dando así lugar a un espléndido espacio museístico inaugurado el 23 de mayo de 1983.
El convento de san Pablo, magnífica construcción del siglo XVI, había entrado en un rapidísimo proceso que lo encaminaba a la ruina, para la que se buscaban soluciones a la desesperada. Una de ellas fue presentada por el gobierno socialista de Felipe González y el obispo la asumió y facilitó de inmediato, cediendo el inmueble al Estado para su adaptación a Parador Nacional de Turismo. Inaugurado el 1 de abril de 1993, es hoy una de las joyas de la corona de la prestigiosa red hotelera estatal.
Una intervención ciertamente espectacular fue la colocación de vidrieras modernas en los ventanales góticos de la catedral de Cuenca. El vidriero francés Henri Dechanet elaboró la propuesta y el obispo logró que la Junta de Comunidades financiara la obra. La polémica en la ciudad fue inmensa, encabezada por un sector que consideró un atentado implantar vidrieras abstractas (diseñadas por Torner, Rueda, Bonifacio y Dechanet) en un edificio clásico. El resultado quedó a la vista el 24 de abril de 1995 y resultó verdaderamente espectacular. Treinta años después nadie discute la belleza, cromatismo y luminosidad de esta brillante intervención. Son datos que ponen de relieve la inteligencia de Guerra Campos en cuanto tenía que ver con el arte y la cultura, territorio en el que fue un hombre abierto a la modernidad, actitud que forma parte de sus contradicciones personales.
Hombre de profunda fe mariana, protagonizó las ceremonias de coronación canónica de varias vírgenes provinciales: Las Pedroñeras (1973), Belmonte (1983), Mota del Cuervo (1984), Sisante (1985), Villarrubio (1988), Santa María de los Llanos (1990) y Buendía (1993) y alentó la implantación en la diócesis de numerosas comunidades seudoreligiosas, casi todas de tendencia conservadora y alguna de ella llamada a ofrecer algunos disgustos posteriores, como ocurrió con la Comunidad Monástica de Santa María, establecida en Garaballa.
El 20 de septiembre de 1995 fue operado urgentemente a causa de una hernia inguinal, de la que se recuperó sin especiales problemas. Al cumplir los 75 años presentó su dimisión al papa Juan Pablo II, que se la aceptó el 26 de junio de 1996, nombrando inmediatamente un administrador apostólico de la diócesis, el arzobispo de Toledo, Francisco Álvarez, en un gesto que sorprendió extraordinariamente por ser poco frecuente y que, según sus allegados, dolió en profundidad al ya obispo emérito de Cuenca. Pocas fechas más tarde, el administrador cesó a la cúpula gestora del obispado, nombrada por Guerra Campos, otro gesto igualmente sorprendente, en cuanto significó una innecesaria y poco elegante desautorización de lo realizado por el obispo cesante. El 30 de julio se llevó a cabo un acto de despedida popular al ya obispo emérito, en la iglesia de san Fernando, con asistencia del arzobispo de Toledo y el obispo de Sigüenza-Guadalajara. Visitó Cuenca por última vez el viernes de Dolores de 1997 para pronunciar el pregón de la Semana Santa de ese año, acto que se pensó sería multitudinario, aunque no despertó el entusiasmo esperado por sus organizadores.
La muerte le sorprendió en Barcelona, en la residencia del colegio del Corazón de María, en Setmenat, donde pasaba una temporada de descanso. Según explicó el capellán del centro, Guerra Campos tenía el corazón delicado, por lo que le habían puesto un marcapasos en el mes de mayo y después tuvo que reponerse de una infección en el hígado, muy debilitado a causa del escaso riego sanguíneo. Ese día, al ver que no bajaba a misa acudieron a su habitación y le encontraron sin vida en la cama. Su cuerpo fue trasladado a Cuenca y depositado durante una jornada en la capilla del Sagrario, para la veneración de los fieles. En la mañana del 17 de julio se llevaron a cabo las honras fúnebres, presididas por quien había sido su compañero de ideología conservadora, el cardenal Marcelo González Martín y finalmente quedó enterrado en la girola, frente al Transparente, junto a sus predecesores, Cruz Laplana e Inocencio Rodríguez.
Intelectual puro, el obispo de Cuenca dio reiteradas muestras de poseer una profundísima cultura, no solo en los aspectos religiosos y teológicos, sino en los más amplios campos del saber. Buena parte de esa actividad la dedicó a la catedral de Santiago, sobre la que llevó a cabo varios y valiosos estudios arqueológicos e históricos e incluso, en el terreno práctico, una Guía de la Iglesia Catedral de Santiago (Jerez, 1961), que completó años después con un estudio sobre las Exploraciones arqueológicas en torno al sepulcro del apóstol Santiago (Santiago de Compostela, 1983).
Escribió varios libros y artívculos: Introducción al pensamiento marxista (1961), “Precisiones sobre el ateísmo marxista” (Ecclesia, 1964), Marxismo y hombre cristiano (1966), Las iglesias locales como signo de la Iglesia universal en su proyección misionera (1967), Juicio católico del marxismo (1969), “Veinte años de estudios jacobeos” (Compostellanum, 1971), El octavo día (1973), Lecciones sobre ateísmo contemporáneo (1978), La ley del divorcio y el Episcopado español (1981), El marxismo y la alienación religiosa, Las tres tentaciones del sacerdote, ¿Una fe sin verdades de fe?, Franco y la Iglesia Católica: inspiración cristiana del estado (1995), La esperanza del Evangelio (2006), además de otros muchos artículos en diversas publicaciones eclesiásticas y de espiritualidad.
En el Boletín Oficial del Obispado de Cuenca publicó, sobre todo en los años de la Transición, no pocos trabajos de índole religioso-política, encaminados a demostrar la ilegitimidad del régimen democrático. En total, fueron 19 circunstancias “extrañas” las señaladas por el obispo de Cuenca en su feroz examen de la actitud del episcopado español, al que acusó repetidamente de tibieza por apresurarse a romper sus ataduras con el régimen de Franco para entrar en la vía democrática.
Referencias:
- Antonio Fernández Ferrero, Guerra Campos, Madrid, Edicep, 2003.
- Domingo Muelas Alcocer, Episcopologio Conquense, 1888-1997, Cuenca, Diputación, 2002, pp. 547-652.