Afirmaba el poeta Miguel Galanes en la elegía al pintor Juan D’Opazo que la muerte carnavalesca siempre anduvo en sus cuadros “tan valleinclanescamente desdeñosa y altanera” que se interrogaba si podía llegar a asustarle. Después de 88 años y multitud de vivencias acumuladas, no siempre positivas, nos arriesgamos a secundar las palabras del escritor que descubren esa siniestra y oscura compañía que acompañó la obra del artista quizá como metáfora de una vida de sinsabores acumulados.
Nació nuestro protagonista el 3 de junio de 1910 en su domicilio familiar de la calle Arenas, en Daimiel (Ciudad Real). Fue bautizado con el nombre de Juan José, Isaac, Cecilio del Sagrado Corazón de Jesús, recuperando en parte el nombre de su hermano Luis, Lorenzo, Juan, José Hilario, Bernardo de los Sagrados Corazones, primogénito de la dinastía familiar y fallecido poco tiempo después. Nuestro pintor ocupa por tanto el segundo lugar en la descendencia del matrimonio de Juan Félix y de Elvira. Junto a su hermana María Josefa, serán los únicos de los siete hijos (cuatro varones y tres mujeres) que lograrán sobrevivir. Sus antepasados residían en Daimiel hacía varias generaciones a partir del abuelo paterno Antonio José quién, desde Ciudad Real capital se trasladó a Daimiel para ejercer como secretario del juzgado y casarse con María Luisa Sánchez Valdepeñas. No obstante, por la etimología del apellido automáticamente situamos sus antepasados en el oeste peninsular, bien en Galicia, bien en Portugal, a partir de la traducción de D’Opazo: del pazo, o del palacio; por tanto su grafía correcta sería “do Pazo”.
La situación económica de la familia nunca fue boyante al hilo del delicado estado de salud de la madre. No obstante su padre, que se ganaba la vida como cartero y escribiente, incentivó las aptitudes artísticas del joven Juan con la asistencia a las clases del pintor José Rodríguez Vidal. Con 12 años lo enviaron a la Escuela de Artes y Oficios de Ciudad Real al objeto de perfeccionar sus conocimientos, matriculándose en vaciado y modelado porque su íntima pasión siempre fue la escultura. De hecho, relataba en sus memorias que sus primeros trabajos los realizó moldeando figuras con el barro del río Guadiana.
Con 17 años recibió una beca de la Diputación por un montante menor de lo esperado para continuar su formación artística; lejos de desanimarse decidió viajar a Madrid para trabajar en un taller de pintura y escultura que alternaba con clases nocturnas de perfeccionamiento. Tenemos noticias de su estancia en Córdoba para realizar el servicio militar y de su inscripción en la Escuela de Artes y Oficios de la ciudad andaluza. De vuelta a la capital de España, obtuvo el Diploma en Modelado y Vaciado, y un segundo premio en una exposición de dibujo. Intentó ganarse la vida en un taller de escenografía sin que el salario alcanzase para su mantenimiento. Pese a las dificultades, continuaba creando y durante los preparativos de una exposición en la entonces conocida Sala Dardo de Madrid, estalló la guerra civil.
Participó en el conflicto armado destinado en Artillería, pero nunca disparó un tiro; por el contrario, la amarga experiencia bélica se reflejará en una serie de dibujos, apuntes y bocetos sobre la contienda que constituye su más valiosa aportación al mundo del arte.
Terminada la contienda regresaría a Madrid con una úlcera sangrante que le invalidaría para dedicarse plenamente a la escultura obligándole a focalizar su creatividad en la pintura. El paso por el Ejército subrayó su perfil pacifista y su crítica hacia la guerra como medio de solución a los conflictos. Poco tiempo después regresaría a su hogar en Daimiel que, desde entonces, en muy contadas ocasiones abandonaría.
Religioso, humilde y conversador, la postguerra debió de resultar muy complicada para un artista manchego que pretendía vivir de su pintura en un poblachón agrario cuyos habitantes a duras penas lograban sobrevivir y sacar adelante a su prole como para gastar los exiguos ingresos en cuadros y adornos. No obstante consiguió algunos encargos como la decoración de los murales del altar de la iglesia de San Pedro Apóstol, o la imagen de vestir de la Virgen de la Soledad, titular de la daimieleña cofradía de “los capuchinos” y una de las contadas esculturas que se conservan de Juan D’Opazo.
Compaginó la creación artística con la docencia. La experiencia como profesor de dibujo y pintura en la academia de su tío Modesto D’Opazo, le permitió dar clases en su casa donde inició y formó en el mundo de las Bellas Artes a buena parte de los pintores actuales de la localidad. También ejercicio la docencia en la academia de José Barrios. Sin embargo, la actividad académica le restaba un tiempo que necesitaba para pintar, y sus trabajos escaseaban pese a que mantenía un estilo propio que avanzaba en el camino del expresionismo, con evidentes influencias del último Goya y de Gutiérrez Solana; con temáticas costumbristas, tipismo en los personajes y gran peso de las tradiciones locales: carnavales, procesiones, retratos, etc.
Es posible que su primera exposición en Daimiel se celebrase en 1954. Más tarde expondrá individual y colectivamente en salas de Madrid, Barcelona o Bilbao. Es una época de intensa actividad creativa con la que obtuvo numerosos reconocimientos como la concesión en 1958 de la Medalla de Plata en la exposición Estampas de la Pasión celebrada en Madrid, o en 1967 con el primer premio de la XXVIII exposición de Artes Plásticas de Valdepeñas.
Jesús Sevilla Lozano especulaba sobre la ausencia de un “manager” que le hubiera sabido orientar en el complicado proceso de comercialización de su obra pictórica que, al situarse fuera de las vías de distribución oficiales, resultaba complicado colocar en el mercado. Su timidez y aflicción vital hicieron el resto; sin embargo, favoreció que su obra quedase repartida y valorada entre los hogares daimieleños que, generación tras generación, gozan de bastantes de sus cuadros que se conservan como parte del patrimonio familiar pero que limita la confección de un catálogo real de su producción artística.
Convivió largamente con su hermana Josefa, únicos supervivientes de la saga familiar que, al morir sus padres, pasaron a la casa de tus dos tías solteronas conocidas popularmente como “Las Dopazas”. Quizá la estancia con ellas influyó negativamente a la hora de buscar pareja y tanto Juan como Josefa nunca llegaron a casarse como era preceptivo en aquellos tiempos.
El cariño que el pintor profesaba sus paisanos le llevó a comienzos de los 80 a donar una gran parte de su obra al pueblo de Daimiel; legado que se contabiliza en unas 150 pinturas entre oleos, dibujos, bocetos…, y enorme cantidad de documentos entre fotografías, postales y cartas que suman los archivos y colecciones de familiares que, como él, murieron sin descendencia. Desgraciadamente nunca pudo ver agrupado todo este patrimonio en un museo o local apropiado.
La admiración de sus paisanos era mutua. Unos años antes se comenzó a celebrar el Certamen de Dibujo y Pintura al Aire Libre Juan D’Opazo, que en cada edición congrega a miles de escolares que, por unas horas, abandonan las aulas para pintar los mejores rincones de la localidad. Se le dedicó una calle en las proximidades del parque del Carmen. Se distinguió con su nombre a un instituto de enseñanza media; se inauguró una placa en la casa que siempre habitó, hasta llegar a 1991 cuando el consistorio lo nombraba Hijo Predilecto de Daimiel. Para entonces ya formaba parte de la redacción de este periódico.
En diciembre de 1997 se inauguraba una gran exposición antológica, con sus obras restauradas y enmarcadas, a la que no pudo asistir por su quebradiza salud. La salud y la suerte parece que le esquivaron; quizá por ello prefería los claroscuros y el expresionismo. En alguna ocasión declaró que no le gustaba el sol “ni tomarlo, ni pintarlo”, por ello no solía bajar al patio de la residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados donde transcurrieron sus años postreros.
La vida se apagaba con el siglo, pero nada podía contra su vocación artística. En el Hospital del Carmen el personal que le atendió guarda gratos recuerdos de su educada convivencia y de los dibujos que les regalaba pues, incluso postrado en la cama, su fuerza interior le impulsaba a la creación artística.
Su figura encorvada, alta y enjuta, con la cara largada, la nariz prominente y esas personalísimas gafas de pasta que dibujaban al artista bohemio y solitario; admirado no solo por su obra pictórica sino por sus cualidades como persona, como hombre pulcro, sencillo, honrado y entrañable.
Murió el viernes, 6 de noviembre de 1998, en paz, junto a las monjas que lo cuidaban. Fue declarado día de luto oficial. La capilla ardiente se instaló en el salón de plenos del Ayuntamiento de Daimiel por donde desfilaron miles de paisanos. El féretro fue portado al cementerio por los miembros del consistorio. A todos sus conocidos, sobre todo a sus viejos alumnos insistía en que no le llamásemos don Juan, como en su academia, sino Juanito para los amigos.
Bibliografía
- Diego Clemente Espinosa, “Recuerdos de una vida: El fondo fotográfico del pintor Juan D’Opazo (1910-1998)”,