Nació Justo Hernández Pareja en Brihuega (Guadalajara) el 9 de enero de 1801, y, como nos apuntase su sobrino y heredero, don Justo Hernández Gómez cien años después, durante toda su vida dio pruebas de cómo una persona de claro talento, constancia en el trabajo, prudente economía y acrisolada honradez puede llegar, aun sin poseer vasta ilustración, desde la posición más modesta a las alturas de una respetable fortuna, solo con su esfuerzo individual, sin ayuda ajena, y sin que nadie pueda molestarse de su encumbramiento, por encontrarlo legítimo.
Y, sobre poco más o menos, así fue. Ascendiendo en el escalafón social de la villa de Brihuega al contraer matrimonio, con apenas veinte años de edad, con doña Josefa López Gómara, hija mayor de quien fuese tesorero de las Reales Fábricas de Paños de Brihuega. A pesar de que para entonces la familia ya se encontraba establecida en Madrid, donde regentaba uno de los más importantes centros industriales de transformación de la lana.
Don Justo Hernández, con una ágil visión de futuro, comenzó a invertir en proyectos que por aquellos tiempos sus coetáneos no comprendían, como el alumbrado de las calles de la ciudad o la uniformidad de los empleados municipales. Fue, don Justo, el primer concesionario conocido de la iluminación de las calles madrileñas en la primera mitad del siglo XIX. Claro está, que cuando él iluminó las calles ni existía la electricidad ni mucho menos el petróleo, por lo que las iluminó con farolas que consumían aceite de oliva, traído expresamente de Andalucía.
De inversión en inversión, llegó a la que más popularidad le dio a lo largo de casi cincuenta años: la de ganadero taurino en una España que no concebía espectáculo o fiesta sin toros, llegando a ser, durante una buena porción de años, empresario taurino de la primera plaza de Madrid, en la que se torearon con éxito toros de sus ganaderías, pues adquirió las más renombradas de Andalucía y Salamanca. En ocasiones tuvo por socio, en la empresa madrileña, al marqués de Gaviría, importante banquero de este siglo; y en la plaza de Aranjuez, que igualmente gestionó durante años, al no menos importante hombre de negocios don José de Salamanca, marqués de Salamanca.
Invirtió en otro negocio en boga entonces en el siglo XIX, y que continuó en auge hasta bien entrado el siglo XX, la tala y transporte de maderas por el Tajo, desde las altas sierras molinesas, hasta Aranjuez. Sin que faltase Madrid, en donde tanta madera se necesitaba entonces para levantar la enormidad de edificios que por aquellos tiempos cambiaron la fisonomía de la capital del reino y, metidos en el terreno de las obras y como los edificios necesitaban teja para cubrir los tejados, organizó varias tejeras, por la comarca de Brihuega, y por la provincia de Madrid. Teja y ladrillos con los que, entre otras obras, se construyeron las galerías bajas del Palacio Real de Madrid, en los costados de la plaza de la Armería.
También poseyó, junto a sus ganaderías de reses bravas, una de las mejores yeguadas del reino, de la que salieron algunos de los mejores caballos que en el siglo XIX exhibió el Ejército español.
Adquirió al marqués de Cerralbo, quien fue poseedor de una de las cabañas merinas más grandes de España, su cabaña ganadera, compuesta por más de 20.000 cabezas, introduciéndose en el mundo de la transformación de la lana, ya que la lana era parte de la riqueza nacional. Su rebaño empleó a varios cientos de personas, ideando, para la mejora de la calidad de la lana de sus rebaños “encamisar” a sus ovejas, colocándolas una especie de peto para que la lana, en las semanas previas a la esquila, adquiriese una mayor calidad. En un ensayo que de obtenerse buenos resultados se extendería a toda España, con la aprobación gubernamental. Del ensayo se elevó el correspondiente informe al Gobierno. La comisión gubernamental, reunida en Madrid el 18 de enero de 1850 dictaminó que, a pesar de que la lana de las ovejas encamisadas presentaba mejor aspecto que las que no lo fueron, no se podía dictaminar fehacientemente que fuese método efectivo.
A lo largo de su vida sostuvo a cientos de familias brihuegas que trabajaron para sus industrias, fuesen la de tejas y ladrillos o, mediado el siglo, para la Real Fábrica de Paños, que por entonces en desuso adquirió al Estado para fundar en ella una más de sus industrias y dejar para el futuro de Brihuega todo un emblema de prosperidad.
Reparó en lo posible el antiguo edificio ideado bajo el reinado de Carlos III y dio al futuro una instalación, y unos jardines que, tras su renovación, son hoy uno de los monumentos más admirados de la provincia de Guadalajara.
Todo ello le generó el suficiente capital como para levantarse en Madrid una especie de palacete, sobre el mismo solar en el que se levantó la iglesia de San Salvador, actualmente en el número 70 de la calle Mayor -entonces el 108-, donde pasó a residir la práctica totalidad de la familia.
No fue esta su única adquisición inmobiliaria, ya que también adquirió por tierras alcarreñas el famoso coto y monte de Anguix, castillo incluido –el mismo que dibujase Isidoro Salcedo-, en el término municipal de Sayatón, hasta entonces propiedad del marqués de San Juan de Piedras Altas. Allá descuajó medio monte para dedicarlo a la labor, en la que se emplearon una docena de yuntas; plantando 12.000 olivos y otras 50.000 vides, empleando en ello a la mayoría de los hombres de los pueblos del entorno.
Sus productos agrícolas y ganaderos se exhibieron en las grandes exposiciones universales de París y Londres y, como no podía ser de otra manera en hombre de tantas iniciativas, también tuvo su vena política, como los grandes hombres de su tiempo. Don Justo comulgó con las ideas liberales y tomó parte de los sucesos que el 7 de julio de 1822 a punto estuvieron de derribar del trono a Fernando VII. Después continuó en las filas del liberalismo, siguiendo las ideas de los generales Espartero y O´Donell. También representó a Brihuega en las Cortes, a partir de 1858 y hasta que la edad y sus muchas ocupaciones se lo permitieron.
Don Justo Hernández Pareja falleció en Madrid el 10 de marzo de 1870, sin dejar descendencia, rodeado de sus hermanos y de numerosos sobrinos, a los que dejó toda su hacienda.
Las crónicas de aquel día nos cuentan que falleció a las tres de la tarde, un jueves pardo y frio en Madrid. Su mujer, doña Josefa, con la que contrajo matrimonio cuando ella acababa de cumplir los diecisiete años de edad, dejó la vida en Brihuega el 19 de agosto de 1856. Sus hermanos, Antonio, que continuó con las ganaderías de reses bravas, y su hermana, doña Ana, se encargaron de presidir las honras fúnebres en la Sacramental de San Isidro.
Rechazó todos los honores que le fueron ofrecidos, desde las medallas y grandes cruces que otros buscaron, a los títulos nobiliarios con que otros se cubrieron.