Hablar de la vida y la obra de Lorenzo Luzuriaga supone hacer un doble ejercicio de evocación y de reflexión. Y a ello creo que podría añadirse un tercer componente, el de dejar volar la imaginación y realizar una especie de juego de historia-ficción, para intentar saber dónde hubiera llegado nuestro país si a la generación de Luzuriaga, esa misma que alumbró la llamada “Edad de plata” de nuestra cultura, hubiese podido desarrollar todo el potencial creativo y científico que llevaba dentro, y que ya había empezado a dar unos frutos excelentes. La historia, desgraciadamente, nos llevó por otros senderos y por ello siempre veremos a esas décadas tempranas del siglo XX como la gran oportunidad perdida de que España se incorporase, de una vez, a la inercia que su posición geográfica le marcaba: la del progreso, el bienestar material para todos, las libertades individuales, la cultura. En suma, lo que siempre ha representado Europa, ese gran anhelo que sólo en estos tiempos hemos podido compartir.
Porque es imposible disociar su trayectoria profesional y vital de la coyuntura histórica que le tocó vivir y de la que fue protagonista. Y lo fue, además, en uno de los asuntos que ocupó durante todo ese tiempo una atención preferente, pues todos veían su trascendencia en la empresa de acabar con el atraso atávico de nuestro país. En efecto, desde la famosa sentencia de “escuela y despensa” de Joaquín Costa, la educación pasó a ser, por vez primera en España, un asunto de Estado, y una de las mayores preocupaciones de nuestros intelectuales.
Y la educación estuvo ligada a Luzuriaga desde el mismo día de su nacimiento. Cuando llega al mundo en Valdepeñas el 29 de octubre de 1889, su padre (director de la escuela de esta localidad manchega) y su madre eran maestros. Al haberse casado ambos en segundas nupcias, cada uno de ellos tenía ya un hijo dedicado al magisterio. Con los padres, dos hermanos y algún tío consagrados a la educación, no es de extrañar que el propio Luzuriaga manifestara que “no se puede pedir más pedagogía”. Se hubiera que expresar con una frase su trayectoria vital desde su nacimiento hasta 1959, año de su muerte, podría ser la siguiente: el compromiso social de la educación.
La muerte temprana de su padre obliga a la familia a trasladarse a Aravaca (Madrid), donde concluye la educación primaria que había iniciado en Valdepeñas, y tras la cual pasa a cursar Magisterio en la Escuela Normal de Madrid, estudios que completa en el período 1904-1908.
Al ingresar, en 1909, en la Escuela Superior de Magisterio, conoce a Manuel Bartolomé Cossío y éste a su vez le presenta a Francisco Giner de los Ríos. De este modo, a una edad muy temprana (tiene apenas veinte años), entra en contacto con las máximas figuras de la Institución Libre de Enseñanza, verdadera punta de lanza de la renovación pedagógica española, y, por ello, blanco de las iras de los sectores más conservadores de nuestra sociedad, que veían en ella un peligro para la tradición y el orden establecido.
Entre 1908 y 1912, será al mismo tiempo alumno y maestro de la ILE. El krausismo que inspiró inicialmente a la Institución abogaba por una enseñanza laica, más cercana al mundo inmediato, y que tuviese a la naturaleza y a su observación como uno de los elementos fundamentales. Excelente ejemplo de maestro krausista podría ser don Gregorio, el personaje creado por Manuel Rivas e inmortalizado por José Luis Cuerda en La lengua de las mariposas, enseñando a sus asombrados pupilos cómo las mariposas extienden su trompa para llegar al polen que guardan las flores, y comentando con el padre de “Pardal”, su alumno favorito: “En el otoño de mi vida, yo debería ser escéptico. Y en cierto modo lo soy. El lobo nunca dormirá en la misma cama con el cordero. Pero de algo estoy seguro: si conseguimos que una generación, una sola generación crezca libre en España… […] …ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad…»
Pronto empieza Luzuriaga, pues, a preocuparse por el avance de la educación y por las nuevas corrientes pedagógicas. Y pronto percibe la necesidad de salir fuera para conocer de primera mano los métodos de trabajo y el espíritu que los inspira de los países que son tomados como referente, como modelo a importar. En 1909 recibe una beca para estudiar casi un año en Alemania, lo que le servirá unos cuantos años después para escribir su primer libro, aparecido en 1913 y titulado precisamente Direcciones actuales de la Pedagogía en Alemania.
En ese mismo 1913, Lorenzo Luzuriaga se ve beneficiado por una de las pensiones que concede la JAE, creada pocos años antes. Eso le permite pasar el curso 1913-14 estudiando en las universidades alemanas de Berlín y Jena. Podríamos decir que la ayuda concedida al pedagogo de Valdepeñas entra dentro de los parámetros habituales de la política de adjudicación de pensiones de la JAE. Esta institución como nos recuerda José María Serrano Sanz, tuvo desde su nacimiento dos programas de trabajo, que este autor denomina “cajaliano” e “institucionista”. El primero, inspirado claramente por Ramón y Cajal, quien presidió la JAE desde su creación hasta que falleció en 1934, estaría más centrado en la ciencia, y buscaba el objetivo de aumentar la producción científica española estimulando la excelencia, los institutos de investigación, buscando talentos singulares.
La otra faceta de la JAE, inspirada principalmente por otro castellano-manchego ilustre, el ciudarrealeño José Castillejo, (que no por casualidad es el epónimo de las becas que actualmente concede el gobierno de Castilla-La Mancha para que sus universitarios más brillantes pasen un período de formación en instituciones extranjeras), secretario de la JAE y más preocupado por la vertiente educativa que por la de la creación científica. Estaba, además, convencido, de acuerdo con Giner, de que el progreso social sólo sería posible si se producía un cambio radical en el sistema educativo, a través de un plan a largo plazo que empezase por renovar totalmente el perfil del docente, para luego ir progresivamente poniendo al día la educación primaria, la secundaria y, por último, la superior.
Era una revolución lenta, de un enorme calado, hecha desde la base, que estaba destinada a cambiar radicalmente toda nuestra escuela. No es de extrañar por ello, que el área de conocimiento más solicitada, y más concedida, para acceder a estas becas que otorgaba la JAE fuese la de la pedagogía, con un 18,9 por ciento del total, y que Alemania fuese, tras Francia, el país más demandado por los aspirantes, hasta alcanzar el 22,1 por ciento del total de estancias.
En este contexto debemos ver la permanencia de Luzuriaga en Alemania, y, en cierto modo, toda su obra y su creación posterior. Podemos decir que de este modo completa su período de formación, y que las dos décadas largas que faltan hasta el estallido de la guerra civil serán las de más riqueza y provecho intelectual. Como miembro de esa “Generación del 14” de la que formaba parte junto a personajes de la talla de Américo Castro, Juan Ramón Jiménez, Fernando de los Ríos o el propio Castillejo, Luzuriaga irá aumentando su producción pedagógica, y al mismo tiempo perfilando un compromiso cada vez más hondo con las ideas progresistas. Sus colaboraciones en las publicaciones España y El Sol, ambas de inspiración orteguiana, le sirven para esbozar los pensamientos que plasmará en su primera gran obra, La escuela unificada, de 1917, en la que ya están presentes esas ideas que en 1931 quedarán fijadas con más precisión en La escuela única. Es lo que Herminio Barreiro definió como “una escuela única, activa, pública y laica”, bajo un modelo tomado fundamentalmente de Francia. Única porque era para todos y no para unos pocos; activa porque seguía unas pautas pedagógicas renovadas, y muy distintas de las hasta entonces imperantes; pública porque debía ser tarea del estado educar a sus futuros ciudadanos, y laica porque debía acabarse de una vez el monopolio religioso sobre la enseñanza, y la fuerte carga ideológica que traía consigo.
Esta será también la base de la ponencia que Luzuriaga redacta para fijar el programa educativo del PSOE en el congreso celebrado en 1918. Dicha ponencia establecía como principio fundamental el del derecho a la educación, y la igualdad de todos los españoles a disfrutar de dicho derecho. Para ello, se aspiraba a establecer una educación obligatoria hasta los doce años para todos los niños y niñas; la coeducación; la neutralidad ideológica y religiosa; la gratuidad de la enseñanza hasta los 18 años, para que fuese el mérito, y no las condiciones socioeconómicas, el árbitro de la promoción de los jóvenes hacia la enseñanza secundaria y superior. Es, a grandes rasgos, el programa que intentará poner en marcha la República a partir de 1931, y que quedó como, tantas otras cosas, en un esbozo de lo que pudo haber sido y no fue, porque no le dejaron ser.
Bajo estos postulados, crea la Revista de Pedagogía, que desde su aparición en 1922 hasta su final en 1936 será un auténtico referente para todos los partidarios de la renovación educativa española, y que contará con la colaboración de los más insignes pedagogos e intelectuales de la época. Sus intenciones estaban reflejadas en la cabecera de la misma: “Reflejar el movimiento pedagógico contemporáneo y, en la medida de sus fuerzas, contribuir a su desarrollo. Dotada de la amplitud de espíritu que requiere el espíritu científico, está alejada de toda parcialidad y exclusivismo”.
Con todo esto, y con los libros que va publicando en estos años (La preparación de los maestros; El analfabetismo en España…), Luzuriaga, que ya va entrando en la madurez, se convierte en una de las personalidades más influyentes y respetadas del panorama educativo español.
Pero todavía quedaban unos años especialmente ilusionantes para él, como para otros muchos. La llegada en 1931 de la República es vista como la gran oportunidad de ir adelante con todas esas reformas que el país necesitaba desde mucho tiempo atrás, y de convertirlo, de una vez, en una nación democrática, moderna, más culta y socialmente más justa.
Su artículo “Al servicio de la República: llamada al magisterio”, aparecido en Crisol en ese mismo año 1931 no deja lugar a dudas sobre su compromiso y su entusiasmo, traducido en frases como esta: “La República se salvará por fin por la escuela. Tenemos ante nosotros una obra espléndida, magnífica. Manos, pues, a la obra. ¡Arriba el magisterio republicano!”. Poco después redacta un Anteproyecto de la Ley de Instrucción Pública inspiradas en la idea de una escuela única, una especie de documento de bases para una futura Ley de educación republicana que no llegó a ser desarrollada. Ocupó también la cátedra de Pedagogía de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid.
Todo esto se truncó en julio de 1936. Ese mismo año es enviado con su familia (excepto su hijo mayor, Jorge, que se queda luchando como voluntario) a Gran Bretaña primero y a Argentina después, donde continuará con su labor docente en la Universidad de Tucumán y más tarde en la de Buenos Aires. Siguió así el camino de tantos otros, en lo que significó para España una pérdida de talento irreparable para nuestra ciencia y nuestro pensamiento.
Como otros castellano-manchegos (el propio José Castillejo; el pintor Miguel Prieto; el escultor Alberto Sánchez; el filólogo Tomás Navarro Tomás; otros educadores como Herminio Almendros, cuyas biografías están recogidas en la ejemplar obra coordinada por Juan Antonio Díaz), y como esa multitud de españoles que marcharon de su tierra para contribuir con su trabajo y su valía al progreso de otros países en Europa y en Hispanoamérica, ya que no se les permitía hacerlo en el suyo propio.
Una mirada al excelente trabajo de Luis Enrique Otero Carvajal La destrucción de la ciencia en España. Las consecuencias del triunfo militar de la España franquista, donde aparecen los nombres de tantos y tantos representantes de todas las ramas del saber que cruzaron la frontera, en buena parte para no volver, ayuda a hacer ese ejercicio de evocación y de reflexión al que aludíamos al principio, e invita a lamentarse por esa oportunidad perdida.
Porque el régimen de Franco, desde un primer momento, quiso acabar con todo lo que significase innovación, amplitud de miras, espíritu abierto. Por ello, no es de extrañar que la obra de Luzuriaga, como la de muchos más, fuera censurada y olvidada, vista como un ejemplo más de esa línea de pensamiento que había llevado a España a la perdición. Tendrán que llegar las últimas décadas del siglo XX para que por fin su pensamiento llegue hasta nosotros, esta vez para quedarse, y podamos ser conscientes de la modernidad de sus postulados, y de la talla intelectual de este manchego que hace cien años ya veía claro que “La escuela no es independiente de la sociedad, ni ésta puede subsistir sin la escuela. De la unión íntima de ambos factores depende el éxito de la educación, y por lo tanto, de la comunidad humana”.