Nació Manuel Catalina Rodríguez en Budia (Guadalajara), el 2 de julio de 1825, hermano de otro de los actores que dieron ser al teatro madrileño del siglo XIX, Juan Catalina.
Ambos estaban llamados a continuar los pasos del padre, Gregorio Catalina, magistrado de oficio y regidor de Budia en el primer tercio del siglo XIX. Ambos, como el tercero, Eduardo, principiaron la carrera de Derecho a la que únicamente Eduardo se dedicaría, llegando a ser Magistrado de la Audiencia de Manila.
Manuel Catalina Rodríguez, quien llegaría a licenciarse en Derecho en la Universidad Central de Madrid, llevó a cabo estudios de Filosofía, Literatura e Historia en la misma Universidad.
Atraído por las artes escénicas ingresó en el Conservatorio de Música y Declamación de María Cristina, de Madrid, tras licenciarse como Abogado, donde recibió lecciones de Carlos Latorre y Ventura de la Vega, principalmente, quienes le animaron a continuar su trabajo de actor.
Manuel Catalina se presentó en Madrid, en el teatro de las Musas, por vez primera en el mes de octubre de 1846, con la obra: Quiero ser cómico, quizá premonitoria en torno a sus aficiones y su futuro.
Al año siguiente pasaba a formar parte del cuadro de actores del Teatro de la Cruz, en donde intervino en las obras: Alonso de Ercilla, Los dos amigos, El Bufón del rey y La voluntad del difunto. Pasando al año siguiente a Barcelona, en donde estrenaría en los teatros de Santa Cruz y Capuchinas: El amante universal, Un cambio de manos, Cecilia y la cieguecita y El que menos corre vuela.
Se había especializado en el papel de galán cómico, lo que le llevaría a un éxito que le acompañó prácticamente hasta sus últimos días.
Su registro dramático alcanzaba al centenar de obras de los más reconocidos autores del siglo XIX, entre los que no faltaron Núñez de Arce, Ramón Nocedal, Pérez Escrich, Ramón de Campoamor, José de Echegaray o Rico y Amat, compartiendo escenario con Teodora Lamadrid, Victorino Tamayo, Antonio Vicó, etcétera.
Como otros muchos actores de su tiempo, viajo por Latinoamérica, triunfando especialmente en México, Cuba y Argentina, países en los que trabajó a lo largo de los años 1853, 1854 y los primeros meses de 1855, año en el que regresó a España para presentarse nuevamente en Madrid el 15 de mayo.
Anteriormente, en 1850 y 1851, recorrió los teatros de París y Londres, observando y aprendiendo de los primeros actores de aquellos, para poner en práctica sus enseñanzas en los escenarios españoles.
No sólo se hizo popular con sus representaciones teatrales, recorriendo las principales capitales de España con su propia compañía, sino que también llegó a escribir alguna que otra obra, adaptando las de los clásicos del teatro español y francés a su compañía, entre cuyas obras destacaron El licenciado Vidriera, de Agustín Moreto, y las del francés Legouvé; al tiempo, llegó a lucirse como cumplido poeta en las revistas de moda de su tiempo, llegando a hacer un buen capital a través de sus representaciones que, finalmente, terminó perdiendo en arriesgadas puestas en escena.
Manuel Catalina fue considerado en su época como un personaje de elevada cultura y notables ansias de perfeccionismo como actor. De hecho, se codeó con las máximas personalidades de la cultura y la política de la época. Siendo habitual su presencia en los teatros de los principales palacios de la nobleza española.
Compartió tablas, desde mediados de aquel siglo, con su cuñado, Julián Romea, y con Matilde Díaz, dos de los grandes cómicos de los teatros del Príncipe, del Español o de la Cruz, de los que Manuel Catalina también llegó a ser uno de sus más populares directores, empresarios y promotores; en los que siempre tuvieron un lugar los nuevos dramaturgos.
También lo fue en su pueblo natal, donde todos los años, con ocasión de la festividad de la Virgen del Peral se celebraba gran función teatral protagonizada por los mozos y mozas de la villa, de cuya gesta da cumplida relación otro de los personajes salidos de Budia, don Andrés Falcón y Pardo, quien llegó a escribir a comienzos del siglo XX, una obrita a la que puso por título: La función de la Virgen, en la que da cumplida cuenta de cómo, por aquellos tiempos, se festejaba, por el entorno budiero, a Nuestra Señora del Peral.
Quienes lo conocieron lo definieron como persona de maneras elegantes, aristocráticas; algunos lo tildaron de “señorito del teatro”, aludiendo a su procedencia familiar y su posición social, pero llevado por su afición constante, demostró que no era un simple estudiante. Es más, defendió la importancia del teatro y la dignidad de los actores.
En sus discursos en el Ateneo de Madrid, donde dio algunas conferencias en torno al mundo del escenario, alertó sobre la decadencia del teatro español y reivindicó el derecho de los actores a las subvenciones estatales.
Como actor, tuvo que superar cierta tartamudez que sobrellevaba desde niño, haciendo esfuerzos para que no se le notara.
Fue profesor del Conservatorio de Madrid, comendador de número de la orden de Isabel la Católica y ordinario de la de Carlos III; cofundador de la Cruz Roja Española en Madrid, y de los Caballeros Hospitalarios, perteneciendo a la Academia Cervantina de Bellas Artes, así como a la Asociación de Escritores y Artistas; siendo socio numerario del Círculo Artístico y Literario, del que fue igualmente cofundador.
Manuel Catalina falleció en Madrid el 26 de julio de 1886, retirado poco tiempo antes de los escenarios a consecuencia de una enfermedad cardíaca que se le descubrió en el inicio de aquel mismo año, tras sufrir un desvanecimiento en el propio teatro, cuando se encontraba con su compañía en Gerona. Contaba con algo más de sesenta años de edad.
Su entierro fue significativo en el Madrid de su tiempo, pues salió el cortejo de su domicilio, en la Costanilla de los Ángeles y pasearon la carroza mortuoria por los teatros en los que Manuel Catalina recibió los aplausos del público, deteniéndose la comitiva en el Español, hasta donde llegaron las orquestas de los teatros de la zona para tocar allí una marcha fúnebre en su honor; su hermano, el actor Juan Catalina, murió en Ávila, pocos años antes; y mientras se dirigía al funeral, a don Eduardo, magistrado de Manila, le acometió la enfermedad en un pueblecito de Barcelona, falleciendo días después.
“D. Manuel Catalina y Rodríguez, eminente actor dramático”, en La Ilustración Española y Americana, Madrid (15-8-1886), p. 96.