El eclesiástico de mayor importancia y rango de todos los nacidos en Puertollano fue don Manuel Fernández-Conde y García del Rebollar, pero apenas si parece tener otra relación directa con la ciudad que haber sido el lugar de su nacimiento. Según su partida de bautismo, nació a una hora y en un día un tanto “intempestivos”: a las 9 de la noche del 8 de septiembre de 1909; es decir, mientras la procesión con la Virgen de Gracia estaba en pleno recorrido. Bautizado casi un mes después, el 3 de octubre, sabemos que su padre fue Emilio Fernández Conde, natural de Herencia; mientras su madre fue Elena García del Rebollar, nacida en Vallecas. Sabemos también los nombres de sus abuelos: los paternos fueron José y Luisa Fernández Baíllo, también naturales de Herencia; mientras que los maternos eran de origen andaluz, pues Francisco había nacido en la sevillana Carmona, y la abuela materna, Rosalía Ramírez, fue natural de Jaén capital.
Los nombres de ambos abuelos, el del padre, el masculino de la abuela paterna y alguno más de añadidura fueron puestos al neonato en la pila bautismal, pues en ella recibió los de Manuel, José, Emilio, Luis, Francisco y Gracián Pío, lo que quizá nos hable de un origen social elevado. También puede ser indicativo que se anote que su madrina fue su tía, Ana García del Rebollar y Merchán (hermana de la madre); aunque la persona que lo sostuvo en la pila fue una vecina de la localidad sin relación aparente con la familia: Dolores Peris Pastrana. Nada se señala acerca de su padrino.
Con esto tenemos que nuestro personaje debería haberse llamado Manuel Fernández García, pero al hacer compuestos los apellidos de sus progenitores, pasó a la historia con otros menos simples que aquéllos. Y apenas nada más hemos conseguido averiguar de su infancia: tan solo que pocos años después, la familia debió partir hacia tierras pacenses, a Puebla de la Calzada, pueblo cercano a Montijo y a medio camino entre Mérida y la capital de la provincia, donde su padre ejerció como maestro.
Al iniciarse el curso de 1922, con apenas trece años, el joven Manuel ingresa en el Seminario de Badajoz, en el que se inclinará por la carrera de las Humanidades. Debió sobresalir en las clases, porque sólo cinco años después, en el inicio del curso de 1927, y ya con 18 años, es enviado al Pontificio Colegio Español de San José, de Roma, en el que permanecerá diez años más. Su marcha a la Ciudad Eterna perseguía una formación esmerada, y Manuel no defraudará las muchas esperanzas que debieron depositarse en él: en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma se graduó de doctor en las facultades de Derecho Canónico y Filosofía, obteniendo también la licenciatura en Sagrada Teología.
Según consta en su partida de bautismo, fue ordenado como subdiácono en Roma el 1 de abril de 1933, y el 17 de marzo de 1934 era ordenado sacerdote, cantando su primera misa el día 19, festividad de San José. Tras abandonar el Colegio Español de San José, en 1939 pasó a trabajar en la Secretaría de Estado del Vaticano, cursando un año de estudios diplomáticos en la Pontificia Academia Eclesiástica (la “Escuela Diplomática” de la Iglesia Católica), y pasando luego a la Academia de Nobles Eclesiásticos. Luego se le nombró agregado a la Secretaría de Estado, donde actuaría de minutante, es decir, de traductor del latín al español y viceversa, al servicio siempre de la diplomacia pontificia. En 1942, y ya en plena Guerra Mundial, Pío XII (que fue cardenal Secretario de Estado de 1930 a 1939), le concedió el título de Camarero Secreto Supernumerario; al que vino a sumarse diez años después, en 1952, el de Prelado Doméstico.
Sus quehaceres y buenas relaciones en el Vaticano no le hicieron olvidar sus orígenes: formó parte de varias misiones pontificias y tuvo participación destacada en el Congreso de la Juventud Masculina de Acción Católica de Santiago de Compostela en 1948; y también en el Congreso Mariano de Filipinas de 1954; y en la conmemoración del IV Centenario de la muerte de san Ignacio de Loyola, en 1956. En el Año Santo celebrado en 1950 fue nombrado presidente de la Comisión Española de Peregrinos a Roma.
Tras tres décadas en el Vaticano, Manuel Fernández-Conde era en 1959 miembro relevante de la Curia Romana y el más antiguo de los agregados españoles a la Secretaría de Estado, teniendo acceso privilegiado a toda la información eclesiástica de origen español e hispanoamericano, así como a los servicios bibliotecarios y documentales vaticanos. El 2 de febrero de 1959, Juan XXIII le nombró como septuagésimo séptimo Obispo de Córdoba, siendo consagrado en la Basílica de San Pedro de Roma el 8 de marzo siguiente por el cardenal Tardini, entonces Secretario de Estado y con el que había mantenido estrecho contacto, así como con los Papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. Tomó posesión de su cargo el 10 de mayo, entrando en la capital cordobesa siete días después.
De los cuarenta y nueve años de edad con que contaba, casi treinta y dos los había pasado en Roma, ciudad en la que disponía de excelentes amigos y contactos, pero obedeció la disposición papal y se aprestó a desempeñar su nuevo cargo, aunque después siempre reconociera en privado sentir añoranza de sus años en la Ciudad Eterna.
La España a la que volvía Fernández-Conde era muy diferente a la de 1927 que recordaba de su juventud, y el nuevo obispo cordobés, de formación diplomática, hubo de esforzarse por adaptarse a las nuevas circunstancias de su diócesis, en una provincia eminentemente agrícola y dependiente en lo eclesiástico de la archidiócesis de Sevilla. Su acción pastoral se orientó en los primeros tiempos en los aspectos que mejor conocía. Así, en el mismo año de su toma de posesión, escribió una Carta Pastoral a los fieles de su diócesis, titulada “El Papa”, con motivo del día del Sumo Pontífice, que luego fue publicada en forma de libro; y al año siguiente, fue invitado por la Escuela Diplomática a impartir una serie de conferencias sobre la diplomacia vaticana, luego recopiladas por el Ministerio de Asuntos Exteriores y publicadas en 1961.
En ese mismo año de 1960 ya se rastrean algunas de sus principales preocupaciones: la formación de los seminaristas y las misiones. En 1948, Fernández-Conde había publicado en España dos libritos que daban cuenta de su inclinación por este tema desde un punto de vista histórico: “El decreto tridentino sobre seminarios y su aplicación en España hasta el año 1723” y “España y los Seminarios tridentinos”, en los que analizaba las principales características de los seminarios “contrarreformistas” surgidos del Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI. Pero los nuevos tiempos hacían imprescindible una profunda reforma en la formación de los nuevos sacerdotes, y tuvo ocasión de exponer sus ideas de manifiesto en el Concilio Vaticano II (1962-1965), y siempre que pudo a través de publicaciones, generalmente en forma de “Cartas Pastorales” dirigidas a los fieles de su Diócesis con motivo de la celebración del Día del Seminario: “La obra de vocaciones eclesiásticas” en 1961; “Sacerdocio y Seminario” en 1962; “Las vocaciones sacerdotales en la Diócesis de Córdoba” en 1963; y “El seminario” en 1964.
A estas obras habría que añadir algunas otras que inciden sobre todo en el tema de las misiones: “El Domund de 1960” en 1960; “La Obra Pontificia de la Propagación de la Fe” en 1961; “El Domund del Concilio: nuestra conciencia misionera” en 1962; “La vocación misionera” en 1963; y “Las misiones en los nuevos tiempos” en 1964. Sus pensamientos fueron publicados en otro libro: “Cartas del señor Obispo desde el Concilio Ecuménico y entrevistas conciliares de Radio Vaticana”, en 1964. El predicamento alcanzado por el obispo en estos temas motivó que dejara de formar parte de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social para pasar a presidir la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades Eclesiásticas, cargo desde el que promovió una encuesta nacional para conocer sus necesidades y las aspiraciones de los seminaristas, para adaptarlos a las nuevas circunstancias.
De su paso por la diócesis cordobesa nos queda también alguna otra pequeña publicación, como una Carta Pastoral que escribe en 1962 con motivo del IV Centenario de la Virgen de Araceli, Patrona de Lucena; pero destaca sobre todo su interés por conseguir la canonización del Beato Maestro Juan de Ávila, objeto también de un pequeño librito suyo a que dio origen otra “Carta Pastoral” en 1961. Con esto, al iniciarse 1970, el currículum vitae de Manuel Fernández-Conde era difícilmente igualable: a su excelente formación romana y sus muchos contactos en el Vaticano (en el que había tenido ocasión de tratar con monseñor Montini, papa Pablo VI desde 1963), se unía una experiencia de más de una década ya al frente de la diócesis cordobesa, sus muchos escritos y su reconocido trabajo en la Conferencia Episcopal. A pesar de su “juventud” (sesenta años) para un cargo como el que desempeñaba, su nombre sonaba ya en círculos eclesiásticos como posible sustituto de varios arzobispos, con el probable acceso al cardenalato que ello representaba.
Sin embargo, todo se truncó el sábado 3 de enero de 1970: esa mañana, al ir a despertarlo, su hermana Josefina se percató de que había muerto. Aun cuando padecía del corazón, después se supo que su fallecimiento se produjo por una hemorragia cerebral, mientras dormía. Las solemnes exequias por el alma del prelado se celebraron en la mañana del lunes 5 de enero en la Catedral cordobesa. Fueron presididas por el cardenal-arzobispo de Sevilla, doctor Bueno Monreal, asistiendo también los arzobispos de Madrid-Alcalá (monseñor Morcillo) y Granada (monseñor Benavent), y los obispos de Málaga, San Sebastián, Jaén, Ávila y Vitoria, así como los auxiliares de Toledo, Barcelona y los dos auxiliares de Sevilla, y el cabildo catedralicio en pleno. También asistió monseñor Leonardo Erriquenz, secretario de la Nunciatura Apostólica en España; monseñor Eduardo Martínez Somalo, de la Secretaría de Estado del Vaticano (que ostentaba en el acto la representación de la Santa Sede); y el rector del Seminario de Badajoz, primer centro en el que se desarrolló su formación eclesiástica el fallecido.
También estuvieron todas las autoridades civiles y militares de la ciudad y provincia, asistiendo también los alcaldes y varios concejales de los ayuntamientos de Puertollano y Puebla de la Calzada, localidades de la niñez y juventud del fallecido. Finalizada la liturgia y despedido el duelo, se procedió en la más estricta intimidad a enterrar el féretro en la cripta de la capilla de la Purísima de la Santa Iglesia Catedral, en la que años antes había recibido sepultura otro obispo que dejó honda huella de su paso por la diócesis cordobesa, Don Adolfo Pérez Muñoz. Culminaba así la trayectoria vital de un puertollanero que pronto abandonó la localidad para convertirse, andando el tiempo, en sacerdote, diplomático vaticano y obispo de Córdoba. Y, sin duda alguna, en el religioso de mayor importancia de todos los nacidos en Puertollano.
Imagen: Real Asociación Española de Cronistas Oficiales (https://www.cronistasoficiales.com). Consultada el 31-5-2024.