Manuel Piña nació en 1944 en un pueblo manchego, Manzanares. Fue diseñador de moda, y se repartió entre las raíces y la modernidad, bogando en la soledad autodidacta y el trabajo bien hecho. Un hada tocada, seda y lana en macramé, le regaló el oportuno momento de la inmortalidad.
De La Mancha a Madrid. El rapto de la mujer manchega.
Muchos de los inicios de las biografías de grandes hombres y mujeres, tendrían que verse envueltos en la nebulosa de la mitología, y si fuese local nebulosa, mejor. Ocurre gracias a Dios con Manuel Piña, el diseñador de moda. Casi todas las fuentes recogen que su vocación textil nació como dependiente en unos importantes almacenes de su natal Manzanares, Almacenes Gigante, centro de referencia comarcal en lo del vestir. Lo bueno del mito es que porta muchas veces las verdades más invisibles. Habría que ver entonces al joven Manuel, desenvuelto, mostrando y acariciando —más que tocando— las prendas, los tejidos, elaborando paraísos ilusionantes en las mentes y necesidades de la clientela, ofreciendo, justificando, proponiendo. No podía ser de otra manera, y nos ayuda, quizás, a comprender dos elementos que serán las constantes de su trabajo a lo largo de toda su trayectoria creativa. De un lado, el contacto con el género —nunca mejor dicho—, aquellas telas de visión y tacto, de caída, vuelo y movimientos, en las que embarcaba a las usuarias y sus demandas. Segundo, y en sinergia con lo precedente, el conocimiento de las necesidades de esas mismas mujeres, que no eran otra cosa que necesidades del cuerpo, y, sobre todo, del alma, del gusto de vestir, y del gustar-se.
Cabría entonces hablar del terruño manchego en esta especie de simbiosis de mujer y paisaje, parroquiano de un cosmos rural con atisbos de desarrollismo. Paisaje y paisanaje del que ya se hace difícil alimentar el genio y las ganas, y que en cierto modo hay que afrontar. Porque para aquella generación, la de Manuel Piña, la tradición era una herencia que había que traicionar y cuya única manera de amarla, si acaso, era rehabilitándola, era absorbiéndola en la modernidad, en el futuro. El contacto con la mujer, la sinestesia de la materia textil, la novedad de los diseños, el vestir y el tejido con la personalidad femenina, serán el gran bagaje que Manuel Piña se llevará a Madrid. Ya nunca podría separar la cobertura del cuerpo, el gusto de la mente y el diseño.
Con diecinueve añitos, flor de vida y aventura, llega a aquel Madrid, ciudad aún rancia, pero que juega a expandirse y crecer. Todo aquí es efervescencia y necesidad, hambre de novedad y de apertura. Prosigue trabajando una década como comercial y representante de tejidos, y en especial del punto; un material al que entregará su sensibilidad y su conocimiento y que le distinguirá del resto de diseñadores en un futuro.
Industria, diseño y tradición.
De hecho, es 1974 y abre su fábrica de punto en Carabanchel. Primer toque de atención, porque no son pocos los que han afirmado que será aquí donde se inicie la revolución del vestuario femenino. Era el gran momento de casar y vincular otro acontecimiento sustancial de su forma de trabajar, la industria, el diseño y los modos artesanales. Así crea su propia firma, Manuel Piña, S. A. En efecto, sustancial y firma; primero, porque la modernidad que andaba buscando Piña va a tensar las posibilidades de una manufactura tradicional, como es la del punto. Por otro lado, porque se va a descubrir el cuerpo de la mujer como el soporte expresivo y como excusa creadora. Es la mujer —ahora española—, la antaño encerrada y enlutada, sobria y de carácter, “mujeres manchegas, fuertes, claras y duras, se cubrían el rostro con un velo negro de tristeza transparente y el cuerpo con telas negras y mate como la noche” (en Pasarela Cibeles. 1985-1990. Catálogo. Madrid. 2003);
difícil no pensar en esa falda tubo-globo-cola manchego. A esta mujer desmancheguizada y reconvertida, se le pone la modernidad y la vida por delante, se la ciñe con color y textura, se la lanza al futuro y a su propia libertad: mujer moderna metida en los nuevos tiempos, exorcismo de los viejos, tristes y negros.
Asalta de esta manera el manchego los años 80, como diseñador, como un diseñador autodidacta de pretensiones muy definidas y claras: lo nuevo, la mujer. El aperturismo político ayudaba, la libertad desplegaba velas. Así lo relata al menos en sus memorias, que recogió bajo el título de Y si no hay viento habrá que remar, escritas a partir de 1990.
Sin duda que su pretensión estética inicial —la que triunfó al fin— era la de conjugar la locura y la ilusión, la lógica y la coherencia. Al menos así lo confesó en una entrevista a un periódico provincial a la altura de 1986, año en que fuera nombrado “Sembrador” en su ciudad natal. Y es verdad que desde el principio, el comedimiento ha presidido sus diseños: líneas rectas, esquematismo estructural, colores neutros, materiales pobres y cierta austeridad manchega simple y racional y… atrevimiento. Pero sus creaciones tuvieron también un punto de locura, de exacerbada sensibilidad, en una febril aspiración a exprimirle la vida a las cosas. Con filosofía tan caballerosa como pirata, era fácil que el diseño le permitiese catapultar su genio creativo a una sociedad ahíta de novedad. Bien se podría decir que Manuel Piña fue un manchego que se permitió el lujo de fabricar la sensualidad con la austeridad.
Más sobre “la mujer Piña”.
Como ante una nueva Eva, ella fue el problema adánico del diseño de Manuel: “a esta mujer de Piña, curvas raciales y modernidad, en un equilibrismo casi imposible, se la rifaban las revistas femeninas de todo el mundo y hasta dio lugar a muchas tendencias internacionales que chuparon de esa Carmen hispana, un poco gitana y un poco reina, misteriosa y castiza, profesional y lúdica, pecadora y santa, hermética y sensual, acariciada por un latigazo de punto al cuerpo”. Así se expresa Lourdes Fernández en un artículo luctuoso aparecido en El Mundo. “La moda de España se queda sin aliento” en El Mundo. Octubre de 1994.
Manuel tocó fácilmente, como guiado por la musa, el estro de lo que aquella novedosa mujer quería ser en un nuevo mundo. A lo mejor fue esta su gran aventura, el ascendente femenino de su horizonte. En su Carta a la nueva mujer española del año 90, el diseñador se confesaba mirando atrás, justificando toda una vida y toda una obra: “…y comenzó mi misión… Me hice cómplice de la mujer y jugué a su ritmo y a su pausa, la desnudé y la hice fuerte, soberbia y superior. Pero cuando casi estaba conseguido me pidieron que les hiciese distintas. Que esa igualdad con el hombre no les interesaba demasiado… La mujer me habló de cambiar su estética… y comenzó a ser sensual insinuante y sutil… Yo tuve que hacer a la nueva mujer española. Arraigada a su tierra, sus costumbres y a sus hijos, pero consciente de que el siglo XXI estaba cerca y había que estar preparados para abrir nuevos caminos…” (Recogida en Revista Siembra, Noviembre 1994, nº 192).
La idealizada confesión de inquietudes marca tres momentos en la actividad creadora de Manuel para con la psicología de la mujer de los años 80. De un lado la mujer fuerte que conquista la igualdad. De otro lado la mujer que, conquistada la igualdad —al menos en la realidad de la palabra— no renuncia a enriquecer su sensualidad. Por último, la mujer madurada que es capaz de prescindir del diseño de ropa. Punto este último de una confesión dolorosa, el de su paso por la historia de la moda desde la desatada euforia creativa y el optimismo, hasta el momento del tedio, cuando Manuel Piña naufragaba, enfermo y en el vacío.
El éxito.
- La presentación de su primera colección en el Liceo de Barcelona. Se abrían las puertas del mundo de las pasarelas, por las que ya había deambulado como un observador de ojos ávidos y perplejos: Milán, París, Barcelona. Ahora él vestía el Liceo con cierto éxito, lo que le catapultaría en un futuro próximo —junto con Francis Montesinos Toni Miró, Adolfo Domínguez— a poner los pilares de la futura Pasarela Cibeles en Madrid. Piña hacía connivencia y equipo con otros diseñadores y ponía firma hispana en la prenda.
Esta década de los ochenta alcanza el culmen de su reconocimiento. Ya ha vestido al Coro de la Orquesta Nacional de España. Y abre una década de éxitos dentro y fuera del país. Piña se da a conocer de manera internacional, convirtiéndose en “marca España”. Pero destaquemos algo de su triple línea de actuación por estos años.
De un lado continua el proceso de subsunción de la tradición, las prendas de tejido en punto y otros tejidos de raíz artesanal, que alargarían su éxito hasta los años 90 y que serían, al fin, las que le darían renombre y fama. Inolvidables quizás los macramé, o la túnica de tafetán, los mohair. De otro lado, interesantísimas, pues en ellas descuella la nueva mujer, las realizadas para vestir la fiesta, como los tubulares, el crep de seda y el canalé, los abrigos de amplios hombros, vestidos-chaqueta de mohair, etc. Por supuesto las vestimentas para calle que realiza especialmente hasta 1987, vestidos de punto acanalado de notable éxito.
En 1982 se presentará en Madrid. Colección de primavera verano de 1983 en la carpa del Circo de La Ciudad de los Muchachos. Dicho acontecimiento se ha tomado como uno de los desfiles señeros de la historia de la moda española. En cuanto al contenido, las prendas lo convierten en el precursor del prêt à porter en España.
En 1985 presentará nueva colección en la Primera Edición de la Pasarela Cibeles. Desde este momento se crea la imagen que abrochará definitivamente aquel sueño del joven de 19 años que un día salió de su pueblo a navegar: el concepto de “la mujer Piña”, la mujer al fin liberada, una mujer segura de sí misma, empoderada y que no renuncia a sus atributos corporales, que luce con glamur y anuncia su presencia y personalidad.
Estos desfiles, en los que el diseñador fue imprescindible, son inseparables de la categoría de espectáculo, y sirvieron como pocas cosas para certificar el estado de gracia del diseño español, y, por supuesto, el españolismo de la vestimenta.
En la movida.
El hambre de diseño y de innovación le llevará a aproximarse a la movida madrileña de aquellos años. O mejor fuese decir que se vio involucrado en la explosión jubilosa de aquella movida por sus aires innovadores. Punto de inflexión sin duda en la cultura española, la democracia permitía un amplio aperturismo y España deseaba entregarse al mundo como una nueva y poderosa imagen. Es el momento en que Madrid vive su desmesura, resultado de un bienestar y un desarrollo en el que confluyen los intereses de la cultura creativa, las ganas de libertad, la expansión de los medios y, claro, la connivencia del aparato estatal y de las empresas. La movida abrió un plectro de posibilidad en la música, plástica, cine, literatura, moda, y lo que probablemente es más interesante, en sus mixturas e hibridaciones. Puede decirse que fue el primer paso de España hacia la posmodernidad, aunque no se supiera muy bien a qué se hacía realmente referencia con este término.
De ahí la fácil conclusión de que Manuel Piña fuese uno de los primeros diseñadores en vestir a la mujer posmoderna, o quien vistió a la movida; a lo mejor no muy acertadamente, porque lo de Manuel Piña era otra cosa, una especie de personalismo en el que aún sobrevivía la tradición. Pero sí es cierto que entró en la escorrentía creadora en la que se movían Alaska, Pérez Villalta, Almodóvar, o la Rock Ola, los Cascorro Factory, Pérez Mínguez, Radio Futura, Ouka Leele, Mariscal, o el Chochonismo Ilustrado, Galería Sen, Toni Alvarado y un largo etcétera.
En un acuse directo de lo que fue la creatividad “movidona” de Piña, acaso se encuentre su colaboración con pintores y fotógrafos. Por ejemplo, con el pintor Juan Gomila durante los años 1983 y 84 en unos trajes de retor y vestidos de tafetán, para una colección que se denominó El algodón y el arte, y que daría la vuelta al mundo. En línea más rupturista y kitsch y pop, la febril movida fue incluida por Piña en sus trabajos con el Grupo Costus. Colaboró especialmente con uno de sus miembros, Juan Carrero, impulsando la obra pictórica sobre los faralaes, los volantes y colas en una suerte de neobarroquismo y folclorismo inusitado: la famosa cola retor en cuatro volúmenes, o el famoso mantón. Ambos trabajarían esporádicamente juntos hasta 1989, fecha en que muere Juan Carrero. Tampoco dejan de ser interesantes las colaboraciones de Manuel Piña con el pintor plástico de tendencia abstracta, también manzanareño, Alex Serna. De esta manera, fue Piña modisto que empujó la moda hacia el mundo del arte, al mismo tiempo que sacaba el arte a paseo, o a vivir la calle.
No fueron menos interesantes las colaboraciones con destacados fotógrafos, en un momento en que también la fotografía buscaba posición honoraria entre las artes. Con Valhonrat, ayudó a la expresión pasional de lo racial y de lo folclórico, sin renunciar a la sensualidad, aportando una fina sensibilidad de romántico que encajaba bien con ciertos diseños monocromos del manchego, aportando también un breve tono exótico. De igual manera podemos destacar las colaboraciones con García-Alix, uno de los fotógrafos de la movida. García-Alix (quien siempre recordará a Manuel Piña como “un gran señor” (Conferencia dada por García-Alix, 25 de noviembre de 2023 en la Casa de Cultura de Manzanares) amigo del diseñador, renunció al posado tradicional de las modelos, generando ideas en ambientes y contextos urbanos. El fotógrafo, de hecho, trabajó con los diseños de Piña, en los espacios arquitectónicos de la ciudad de Manzanares en el año 1985.
El balance de los 90.
Al acercarse los 90, ¿cómo no iba a ser el culmen de la internacionalización? Moda de España, el epígrafe que iban a manejar los nuevos diseñadores, puso al país a la altura del gran diseño: Toni Miró, Francis Montesinos, Jesús del Pozo, Pepe Reblet, Adolfo Domínguez.
De esta manera sus prendas pasean por los principales países europeos, por Estados Unidos —ya había abierto tienda en Nueva York— y viajarán a Japón. Piña prosigue empeñado en profundizar en el tratamiento artesanal de las prendas, reelaborando la filosofía del punto que aún es el material imprescindible en sus diseños. A él se incorpora, como un collage, el macramé: inolvidable el vestido en lana natural del 90. Además de la lana, la seda. El algodón. Se incorporan expresivos y texturales materiales como la rafia.
Es también el momento de mayor vanguardismo y choque en la creación de diseños. Como si aquellos extremos, el tradicional y el rupturista, se hubiesen tensado en la exploración de sus posibilidades. Ya no había una provocación latente, la sociedad y la mujer habían cambiado. Piña se entregaba más que nunca a la fantasía. La imitación de la metamorfosis de los insectos genera interesantes prendas, como el vestido de tafetán de plástico metalizado. Anunciando casi la filosofía del reciclaje, también, el famoso vestido corto de tubos de plástico. Igualmente experimenta y crea a partir de diversos tipos de piel de animal.
Pero la gran noticia de estos tristes años, antes de su muerte, y a la par de la enfermedad que le consume, el SIDA, es la suspensión de todos sus compromisos y el cierre de tiendas y talleres, justo en un momento en que el crecimiento de las empresas del sector textil parecía no alcanzar su cénit en España.
Todavía quedaban momentos para la alegría. En 1992 Manuel Piña gana el diseño del nuevo uniforme del Cuerpo de Correos, en ese característico equilibrio de modernidad y tradición.
Decide de esta manera retirarse del alto mundo del diseño y regresar a su ciudad natal. Lega su obra al Ayuntamiento de Manzanares, que lo custodia en el actual Museo Manuel Piña de esta villa manchega.
El 8 de octubre de 1994 moría en Manzanares, a la edad de 50 años, Manuel Piña. “Cuando un ser de estas características DESAPARECE, surge la necesidad, aún mayor, de admirar, incluso sublimar, aquellas virtudes que los demás no han podido alcanzar, porque aún no han superado su cotidiana vulgaridad”—así rezaba una reflexión del momento (Editorial“. Revista Siembra. Noviembre de 1994. Nº 192). Esperemos que Piña, su obra, no caigan en esa cotidiana vulgaridad. Ahí estará, en tanto el Museo Piña continue bogando.