Nació en Cuenca el 29 de julio de 1953. Pintor, grabador, serígrafo y cartelista fue uno de los principales referentes de la plástica no ya castellanomanchega sino española del último cuarto del siglo XX y del primero del XXI.
Cursó estudios en la Escuela de Maestría Industrial de su ciudad natal pero su formación como artista plástico puede considerarse esencialmente autodidacta.
Con numerosísimas exposiciones tanto colectivas como individuales en su haber –Cuenca, Madrid, Barcelona, Milán, Padova, Valencia, Requena, Gerona, Begur, Santander, Vitoria, León, Toledo, Ciudad Real, Daimiel, Huete, Iniesta, Valladolid, Segovia, Murcia, Marbella, Tudela– su obra está presente en museos y colecciones tanto institucionales como privadas de Cuenca (Museo de Arte Abstracto y Museo de Cuenca), Madrid, Barcelona, Valencia, Requena, Vitoria, Murcia y Toledo. Participó en Ferias como la de Arte de Santander, Interart en Valencia, y las madrileñas Estampa, DeARTE, Just Mad y Art Madrid.
Entre sus ediciones de obra gráfica y publicaciones figuran títulos como «Tauromaquia», «Semana Santa Conquense», «Otoño», «Invierno», «Bodegón» (junto a Antonio Santos), «A la verde verdurina», «Borrador de Tránsitos» (con poemas de José Ángel García), «Ritmos de luz y sombras» (también con textos de José Ángel García), «Soledad» (junto a los pintores Julián Grau Santos, José María Lillo y Gustavo Torner), “Fin de siglo” (colectiva de Buena Tinta Ediciones), «Sólo pájaros en vuelo» (nueva colaboración con José Ángel García), “Bellezas ocultas”, “Repetición de Ajedreces y Arte de Amor (libro de artista de Eduardo Scala coeditado con la revista Menú de Juan Carlos Valera), “Sinfonía Marítima (con texto de Enrique Domínguez Millán), «Gist Holders» de Mit Borrás (libro-video) “Laberinto de la razón”, “El jardín de Maktub” (con poemas de Santiago Gómez Valverde y música de David Hurtado Vallet), “Yantas a chirla come” (con Pedro Castrortega), “Amalgama Gráfica Contemporánea” y “Al Horru III” (estas dos últimas publicaciones de Ediciones Pata Negra).
En los últimos años de la década de los 80 del siglo XX fue monitor de pintura mural participando con sus alumnos en los trabajos de restauración de la iglesia de San Felipe Neri de Cuenca y la Iglesia de la Merced de Huete. Numerario de la Real Academia Conquense de Artes y Letras (RACAL) pronunció su discurso de ingreso en ella el 25 de mayo de 2006 con el título “Del ver al sentir”. Falleció en su ciudad natal el 5 de octubre de 2020.
Fue autor de una obra tremendamente personal sustentada en un hacer si en una primera impresión figurativa, hija sin embargo, en realidad, del más genuino sentir abstracto, algo reconocido por el propio artista al rememorar la decisiva influencia que tuvo su acercamiento en su primera etapa al Museo de Arte Abstracto de Cuenca: “me crie, por así decir, en el abstracto, al cobijo de ese espíritu y ese poso supongo que ahí está aun cuando siga partiendo de la figuración”. En la inmensa mayoría de su producción latía, en efecto, ese sentir abstracto fruto de su contacto con la institución fundada en la capital conquense por Fernando Zóbel y de la personal convivencia con los artistas que uno y otra atrajeron a la ciudad sin dar sin embargo tampoco de lado, atento siempre a cuanto el arte hubiera sido o fuera, enseñanzas como las que le brindara su también paralela cercanía a nombres tan significativos de la moderna figuración española como Julián Grau Santos. Un sentir abstracto –un “espíritu del abstracto” dijo en alguna ocasión– que iba a entretejer su propia concepción de la pintura, algo más que lógico para quien, probablemente ya desde esa primera etapa pero desde luego después, fue plástica y vitalmente hijo radical de su tiempo, y como tal lo que siempre le interesó fue, ante todo, la pintura por la pintura. Así, quien se acerca a su obra no puede por menos que terminar descubriendo, por bajo el álgara ilusoria del aparente motivo figurativo del cuadro la absoluta condición protagonista de la línea, la mancha, el color y la composición, algo que se puede constatar tanto en cada trabajo individual como en el conjunto de los que conformaron las numerosas series con las que se iba poniendo sucesivos retos: bajo el vuelo de ocres de sus cuadros del conquense Recreo Peral, en el cañamazo de adioses y parpadeos de sus pinturas y dibujos de la laguna de Uña o en el juego de contrastes y encuentros de las escindidas al tiempo que inseparables superficies –mucho más, en su consustancial unidad que simples dípticos o trípticos– que, dando un paso más en su concepción del cuadro –técnica, trazo, color y soporte en esencial unidad– conforman buena parte de las creaciones de sus últimas etapas o en esos digamos, pese a lo inadecuado probablemente del término, bodegones (desde luego nunca naturalezas muertas sino más que vivas) nacidos de un pincel si en tantas ocasiones desentrañador de fuera a dentro, vuelto en ellos, en camino inverso, revelador genésico de la propia intimidad de lo pintado.
Desde esas premisas Miguel Ángel Moset fue desarrollando una trayectoria que iba a irse centrando más y más en el paisaje; un paisaje, eso sí, fruto –volvamos a su condición de radical artista de su tiempo– de, cual Miguel Ángel Mila ha señalado, esa “reflexión estética contemporánea sobre el paisaje” que “ya no tiene nada que ver con las categorías de lo “bello”, lo “sublime” o lo “pintoresco” sino que es ya “una reflexión sobre el paisaje antropizado, apropiado y conformado (“Gestaltung”) por el hombre urbano”. Y así, como se señalaba en el texto prologal del catálogo de su gran muestra retrospectiva de 2006 en la conquense Fundación Antonio Saura, si bien sus trabajos anteriores a 1992 podían contener “de un modo más o menos explícito, trazos que nos hablan de la figura humana, aunque no por ello siempre ésta será protagonista de la escena” a partir de ese año “abandona los contornos físicos del hombre para adentrarse más en la naturaleza, en los espacios, los reflejos, los silencios y soledades, en los que las armonías cromáticas, los lirismos y la poética plástica alcanzan mayores dosis de sublimidad, sin perjuicio de que, con frecuencia, podamos comprobar cómo, en sus temas, el ser humano –ya ausente– dejó una huella (objetos de barro, arquitecturas, intervenciones en el paisaje o, incluso, la propia fruta –resultado de una labor plurisecular que se mantiene viva–”, algo por otro lado reconocido por el propio pintor cuando en su discurso de ingreso en la Real Academia Conquense de Artes y Letras, tan significativamente titulado “Del ver al sentir”, confesaba que “la visión que desde la referencia figurativa pretendo quiere ser una lectura íntima y silenciosa en ese proceso de desarrollo del pensamiento que el hombre aplica sobre el mundo que le rodea”.
Porque para Miguel Ángel Moset la pintura siempre fue, también, senda y lenguaje de conocimiento, un camino desde el que acometió la para él imprescindible tarea de aprehender lo global desde el detalle, lo inabarcable desde la tesela y el mosaico, lo eterno en el fugaz testimonio del momento.
A todo ello habría que añadir otros dos factores esenciales de su hacer plástico: el primero sería un modo de ver, o mejor, de mirar –y por tanto de sentir y captar– que de alguna manera aproximaría en muchas ocasiones su sensibilidad plástica a la de la pintura china tradicional, lo que le llevaría, como también se señalaba en el antes mencionado texto del catálogo de su retrospectiva en la Fundación Saura, y dentro de la tan plural panoplia de “soluciones en relación con las diferentes técnicas, tamaños, formatos y gamas cromáticas, incluso la propia forma de ejecutar el cuadro” a en unos casos la utilización “de movimientos gestuales convulsos casi irreprimibles” y en otros a ejecutarlas “desde inmensas dosis de una serenidad que tiene más que ver con el estoicismo zen y con las filosofías orientales que con el inhumano devenir histórico al que nos hemos visto obligados a vivir en Occidente”. El segundo de esos otros dos factores, también fundamental, fue su permanente compromiso ético, un compromiso bien pronto asumido como esencial –“tras conocer el lenguaje de Saura, Millares, Mompó, Guerrero o Torner, mi idea de la pintura cambia profundamente, los planteamientos se hacen no solamente desde una valoración descriptiva o puramente estética, sino que se incorpora una razón ética”– y permanentemente puesto de manifiesto tanto en su propia postura personal en el hoy tan mercantilizado universo artístico como, también, en su condición de, en palabras de Santiago Catalá, “exponente magnífico de coherencia interna, de autenticidad ante la tela, de honestidad artística.”
Con todos estos mimbres –su exquisito figurativismo de pincelada abstracta, su condición de veedor-cazador de instantes y detalles en fecunda alianza su herencia occidental con la sensibilidad del mirar extremo-oriental– Miguel Ángel Moset, tanto en su labor estrictamente pictórica como en su numerosísima obra sobre papel, paciente recolector de instantes y detalles desde su íntima lectura-traducción de su pensamiento como ser en el mundo, fue creando una obra nacida de un ver-sentir que le llevó tanto a acceder a lo universal desde la revelada esencialidad del detalle como a dejar constancia en cada uno de sus cuadros de una experiencia en cierto modo similar en su ámbito, el plástico, a la de la duración de la que se ha hablado a propósito del decir literario de Proust: la experiencia del fluir del tiempo revelado en la fugacidad del instante, ese instante, esos instantes, atrapados por la belleza de sus realizaciones y desde ella desnudados ante nuestra asombrada mirada –“La belleza narra. Al igual que la verdad es un acontecimiento narrativo” ha escrito Byung-Chul Han– mediante una praxis que sustentada por la también por este autor coreano señalada consideración de la belleza como “el acontecimiento de una relación” establecía un diálogo con ese propio acontecer del tiempo en el que también jugaba un papel decisivo una metaforización de lo representado que lo poetizaba y en paralela y complementaria acción gestaba su verdad artística. Desde su radical consideración del cuadro como entramado societario de líneas, manchas, ausencias y vacíos pero también desde una sensibilidad explícita aliada con una sabiduría técnica impecable, Miguel Ángel Moset creó una obra sincera, honesta y plena de belleza cuya inestimable calidad se irá acrecentando con el tiempo.
Bibliografía
- BYUNG-CHUL HAN, La salvación de lo bello, Herder, Barcelona, 2015
- CATALÁ RUBIO, Santiago, Arte necesario, Catálogo “Miguel Ángel Moset” Galería sardón, León.
- GARCÍA, José Ángel. “Un hacer de senderos que confluyen” En “Moset” Diputación Provincial de Cuenca, Cuenca 2022.
- MATEO, Jesús C. “Entrevista con Miguel Ángel Moset” Video. “obras y autores”, El Día de Cuenca S. A. Telecuenca. Cuenca, 1994
- MILA, Miguel Ángel. “El pintor taoísta al borde del río”. Lanza, Diario de La Mancha 04/08/2013 p. 32 https://www.lanzadigital.com/provincia/ciudad-real/miguel-angel-moset-el-pintor-taoista-al-borde-del-rio/
- MOSET, Miguel Ángel. Del ver al sentir, Discurso de ingreso en la Real Academia Conquense de Artes y Letras. RACAL. Cuenca, 2006