Isabel María Magdalena Josefa Muñoz-Caravaca y López-Acevedo nació en Madrid el día 3 de agosto de 1848. Era hija de Francisco Muñoz-Caravaca y García-San Miguel, un rico propietario oriundo de Alcázar de san Juan, y de Alejandra López-Acebedo y Sánchez, natural de Madrid. Maestra, periodista y científica, fue una de las personalidades más destacadas de la Guadalajara contemporánea.
De familia aristocrática y posición acomodada -vivía en el número 9 de la calle del Reloj, muy cerca del Palacio Real madrileño y a espaldas del Senado nacional y del Convento de la Encarnación-, recibió una educación esmerada; estudió en Madrid y en un internado de París, obteniendo la habilitación como maestra, y recibió también enseñanza musical en el Real Conservatorio de Madrid con el maestro Manuel de la Mata. Rompía así con la tradicional exclusión de las mujeres de la cultura y el conocimiento, porque, a pesar de su pertenencia a los estamentos privilegiados, su familia simpatizaba con las corrientes políticas más avanzadas y participaba de las nuevas realidades sociales.
Su entorno familiar
Mostró desde pequeña un carácter rebelde, como ella misma manifestó, y al morir su madre cuando aún era una niña, el 27 de mayo de 1859, forjó una personalidad fuerte y dominante, habituada a crecer sin el freno y el ejemplo materno. Quizás por eso tardó tanto en casarse, para los usos de su época, contrayendo finalmente matrimonio el día 7 de diciembre de 1874, en la Parroquia de San Martín de Madrid, con Ambrosio Moya de la Torre y Ojeda, veintiséis años mayor que ella, que era entonces director del madrileño Instituto de Noviciado y que había impartido clase en la Universidad Central de Madrid, en la que había obtenido el Doctorado en Ciencias con la primera tesis sobre Probabilidad que se presentó en España bajo el título de Sobre la importancia filosófica del cálculo de Probabilidades, que se publicó ese mismo año. Catedrático de Instituto desde 1844, antes de llegar a la capital del país ya había ejercido la docencia en Logroño, Murcia y Valencia.
A la rebeldía natural de Isabel se le unió el talante progresista de su marido, un republicano federal avanzado que había nacido en el seno de una familia hidalga pero progresista, cuya madre, María Alonso de Ojeda, había sido la primera viuda en cobrar en 1842 el auxilio acordado para los socios fallecidos de la Sociedad de Socorros Mutuos de Jurisconsultos, una de las primeras entidades solidarias nacidas al amparo de la legislación de 1839, y a la que perteneció su marido, Gabriel Moya de la Torre.
Durante los veinte años que transcurrieron desde su boda hasta la muerte de su marido, el 21 de enero de 1895 en Benidorm –donde había acudido para aliviar sus dolencias-, disfrutaron de la vida relajada y del ambiente elegante de esa burguesía madrileña satisfecha con los cambios sociales, políticos y económicos que se sucedieron durante la Restauración. Parece ser que dilapidaron la fortuna familiar en viajes y comodidades y que fueron una de las primeras familias que buscaron refugio en la sierra madrileña, seguramente en Húmera que es donde nació su hijo pequeño, Jorge. Una opción personal que entroncaba con el excursionismo de raíz krausista, una influencia cultural que seguramente conocieron y experimentaron.
Resume muy bien aquel período de su vida la carta que escribió a Nicolás Díaz Pérez, un escritor republicano y masón, que buscaba datos sobre la casa que albergó a la primera logia de España para una serie de artículos que, bajo el título común de “Datos para escribir la Historia de la Orden de los Caballeros Francmasones en España”, publicó desde 1890 en la Revista de España. Del contenido de la carta, que se publicó en la citada revista en su número correspondiente a marzo de 1891, podemos deducir la notable fortuna familiar, pues su padre le compró el edificio del número 6 de la calle de la Princesa a la propia reina Isabel II en 1865. El texto muestra la importancia de ese patrimonio familiar, que sufrió notable mengua en sus manos, y también pone de manifiesto la enorme curiosidad de Isabel y su mente analítica.
Su labor pedagógica
Si hasta que murió Ambrosio Moya de la Torre vivió la vida propia de una familia burguesa, al enviudar en 1895 rompió con los convencionalismos de su tiempo y decidió “cumplir el mandato bíblico de ganarse el pan con el sudor de su frente”, a pesar de haber cumplido 47 años y tener dos hijos menores de edad. Abandonó las ventajas que disfrutaba en su céntrica casa madrileña, que no estaría sobrada de modernas comodidades, para compartir la dura vida de las mujeres de un pueblo serrano: sin luz eléctrica, que no llegaría hasta marzo de 1905, sin agua corriente en la casa, cuidando sola de sus hijos en un hogar pequeño y muy deteriorado en una modesta casa del número 29 de la calle Zapatería…
Ella misma nos lo cuenta: “No era vieja, tampoco joven, Venía viviendo desde niña en el cómodo bienestar de las capas doradas de la clase media, bastante mimada por la suerte. Alguna vez había trabajado algo, poco y sin método, por aficiones de desocupada, no por necesidad. Se había casado, como casi todo el mundo se casa, pero había reñido con el marido: no se entendían. Una cadena de circunstancias y sucesos, de errores también unos propios y otros extraños, había desmoronado su fortuna; como muchas fortunas suelen desmoronarse, a la manera de los terrones de azúcar cuando les caen encima muchas gotas de agua; […] Sin una peseta, sin apoyo en su familia ni en las ajenas” y, añadía en su artículo, seguramente parcialmente autobiográfico que publicó en Flores y Abejas el 14 de junio de 1908: “y había llegado a este momento crítico en que su vida concluía o empezaba; o tomaba una dirección completamente nueva e imprevista”.
En septiembre de 1895 se incorporó a la Escuela de Niñas de Atienza, donde desarrolló una intensa labor pedagógica que se vio reflejada en sus libros Principios de Aritmética, publicado en Madrid por la prestigiosa Librería de Hernando en el año 1899, que tenía un carácter eminentemente práctico, y Elementos de la Teoría del Solfeo, editado en Madrid en los primeros años del siglo XX e impreso en la Tipolitografía de R. Péant; además, siguió ocupándose de la revisión de las reediciones de algunos manuales escolares de Matemáticas escritos por su marido y que siguieron reimprimiéndose después de su muerte.
Hay que resaltar que el sueldo que obtenía como maestra se detraía de su pensión de viudedad, así que fue su voluntad de convertirse en una trabajadora y no la penuria económica lo que la decidió a trasladarse a Atienza. No deja de ser curioso, y una prueba más de su escasa preocupación por la administración de sus bienes, que aparezca en el listado de maestros de Primera Enseñanza que no habían percibido el aumento gradual de sueldo incluido en las nóminas aprobadas por la Secretaría de la Junta de Instrucción pública en 1899 y en 1900.
Pero su magisterio no se circunscribía a sus obligaciones académicas, y se implicaba en la educación de sus alumnas más allá de las cuatro paredes de su escuela. Se propuso desterrar las bárbaras costumbres del Jueves Lardero y, a pesar de que no era día lectivo, impartía clase esa tarde para que las niñas no participasen en el festejo, o celebraba junto con los niños de la escuela masculina de Atienza y su maestro, Aquilino Correa, la Fiesta del Árbol, y también buscaba acabar con las burlas crueles y machistas que sufrían sus alumnas en las calles de la villa… Además, atendía una Escuela Nocturna para Adultos y preparaba a algunas jóvenes de Atienza para ingresar en la Escuela Normal de Magisterio.
Nadie mejor para explicarlo admirablemente: “Yo, sin pensar en mí, me dediqué con ardor a la educación de mis alumnos, que nunca creí reducidos a las niñas matriculadas; y siempre consideré prolongado moralmente hasta el límite de la población, el radio de nuestra influencia educadora; y en cuanto he podido, no ha sido mi clase un recinto limitado donde se dogmatizase a puerta cerrada, y donde sólo iniciados pudieran penetrar. Que mi clase hubiera sido el pueblo entero: ¡esa era mi aspiración, mi sueño!”.
Su pedagogía se centraba en el alumno y buscaba una formación integral de las niñas que tenía a su cargo: “yo creo que no vine aquí sólo para enseñar a las niñas a manejar estúpidamente una aguja. Tienen inteligencia, tienen corazón, tienen sentimientos: desenvolverla, conmoverle, excitarlos: esa creo yo que es mi misión”. Esa pedagogía excluía completamente la violencia corporal, tan usada en aquellos días en los recintos escolares; casi recién llegada a Guadalajara, en el otoño de 1898, mantuvo una agria polémica con Alejo Hernando, un maestro muy conocido y premiado de la vecina localidad salinera de Imón, sobre los castigos físicos a los alumnos, en el que tuvo que soportar un tono prepotente. Enfrentamientos públicos que se repitieron, por ejemplo con Federico Lafuente, juez municipal de Cogolludo, o con los promotores de la Mutualidad Escolar e Infantil, proyecto contra el que escribió una serie de artículos en Juventud Obrera.
Su amplia actividad docente no pasó desapercibida en Atienza, ni sus colaboraciones periodísticas dejaron de provocar reacciones en la provincia de Guadalajara; si las respuestas a sus artículos en prensa no siempre tenían un tono amable, la presión en la villa atencina debió de resultar aún más inquietante. Su carácter fuerte, sus conocimientos muy por encima de la mayoría de sus convecinos, sus ideas tan avanzadas en una provincia cada vez menos progresista y su indiscutible protagonismo social le abrieron las puertas, primero de un círculo ilustrado comarcal (Eduardo Contreras, Bruno Pascual Ruilópez, Jorge de la Guardia o Julián del Amo, entre otros), y después de toda la provincia alcarreña la apoyasen y animasen. Como se puso de manifiesto en el banquete y homenaje que, organizado por la redacción de Atienza ilustrada, se celebró el 19 de julio de 1901, y al que asistió “el diputado provincial Sr. Ignesón, el médico de Miedes D, Jorge Laguardia y nuestro compañero en la prensa Luis Cordavias, que con tal motivo se ha trasladado también á Jadraque”, acompañados por “todo lo más significado de esta villa [ y por el ] alcalde en representación del Ayuntamiento, y como admirador de la eminente escritora”.
Pero también debieron de granjearle muchos enemigos, sobre todo entre la red caciquil que gobernaba la ciudad y la comarca y, muy especialmente, entre la Iglesia Católica, como se comprobó cuando en 1905 un misionero, el padre Cadenas, soliviantó desde el púlpito a los vecinos de Atienza contra Isabel Muñoz Caravaca, que no se mostraba piadosa en sus costumbres.
Una hostilidad muy hipócrita, pues a lo largo de esos años no hay un sólo acontecimiento ni un sólo visitante en Atienza que no reseñe con encomio su presencia. Pero la presión no dejó de ser persistente, así que en el verano de 1902, cansada de del acoso caciquil y eclesiástico, renunció a su plaza de funcionaria y presentó ante el Rectorado de la Universidad Central su dimisión como maestra de Atienza, alegando motivos de salud. La dimisión le fue aceptada y abandonó toda actividad docente, aunque desde la Junta Local de Primera Enseñanza impulsó la construcción de una nueva escuela en la villa de Atienza.
Renunció con dolor y con mucha añoranza de lo que pudo ser y no fue: “lo que hubiera podido llegar a ser mi Escuela si los padres y el medio ambiente me hubieran ayudado; lo que ha llegado a ser, aun sin ningún concurso extraño; lo que yo he hecho, por deficientes que sean mis condiciones intelectuales: cuando solo me han guiado, mi aspiración a no ser inútil en la sociedad y mi carácter apasionado por cualquier obra emprendida, cuando jamás cupo en mí el interés mezquino, aunque legítimo, de la remuneración de mi trabajo”. Porque hay que recordar que Isabel Muñoz Caravaca ejercía como maestra sin remuneración.
Quizás el desencadenante de la inquina que despertó fue su escaso respeto a las tradiciones en una sociedad rural como la de la provincia de Guadalajara finisecular. Proclamaba abiertamente que “el respeto a lo antiguo y tradicional debe tener sus límites, pues no todas sus costumbres se recomiendan por su moralidad y su conveniencia. Hay algunas que, si se abandonaran y hasta se olvidaran, nada se perdería por ello”. Y de ese convencimiento vinieron sus críticas y denuestos contra la fiesta de los toros y contra cualquier festejo que supusiese maltrato animal; y, al mismo tiempo, su restauración de la bandera de la Caballada de Atienza.
Otra de las costumbres tradicionales que la soliviantaban era la pena de muerte. Ya hemos visto su completa oposición a la violencia contra los animales y contra los niños; no era menor la que mostraba hacia la pena capital. Como en todas las demás ocasiones, se implicó abiertamente en el combate contra la pena de muerte en cada caso concreto que se dictaminaba en la provincia de Guadalajara. Un buen ejemplo nos lo ofrece el indulto para dos jóvenes de Albendiego condenados a muerte por la violación y asesinato de una muchacha de la misma localidad. Isabel Muñoz Caravaca inició una campaña en la prensa, a través de Flores y Abejas, y marchó a Madrid con una comisión de la villa de Atienza para pedir que la pena les fuese conmutada. En última instancia, se consiguió el indulto.
Su actividad cultural
Fue una asidua colaboradora de la prensa; no fue la primera mujer alcarreña que colaboró frecuentemente en periódicos y revistas de la provincia, pues años antes ya se había publicado algún artículo de Isabel Jiménez Ruiz, pero si la más constante y, seguramente, la que tenía mejor estilo; y la que siempre “puso su pluma al servicio de las causas nobles”. Escribió en Atienza Ilustrada, colaborando también en su confección, y en su continuación periodística, La Alcarria Ilustrada, ocasionalmente en El Liberal Arriacense, en Flores y Abejas, en la que llegó a formar parte de la redacción y en la que también escribía su hijo Jorge, en El Republicano, La Alcarria Obrera y Juventud Obrera de Guadalajara, los periódicos de la clase obrera alcarreña con la que se identificaba, y en Acción Socialista de Madrid. En muchas ocasiones usaba seudónimos, por lo que muchos artículos suyos nos serán desconocidos.
Científica pionera, se dedicó a la Astronomía e instaló un telescopio en su domicilio de Atienza, siendo admitida en la Sociedad Astronómica de Francia. En agosto de 1905 fue la anfitriona de Camille Flammarión, que vino a España para observar un eclipse de sol y con el que cooperó en sus investigaciones sobre el terreno. Además, a ella se debe la restauración y el estudio de la bandera medieval de La Caballada atencina.
Feminista de primera hora, declaró que “yo a los veinte años era feminista por instinto”, sostenía un feminismo con un fuerte acento social que iba más allá de la demanda del sufragio; lejos del feminismo burgués de su tiempo, fue pionera del feminismo socialista que buscaba, en un plano de igualdad, la emancipación de las mujeres y de la clase obrera. Porque Isabel Muñoz Caravaca se sumó a la causa de los trabajadores y, aunque nunca perteneció a ningún partido ni sindicato, colaboró con las Sociedades Obreras de Guadalajara y respaldó desde la prensa las luchas de las clases populares.
En abril de 1910 se trasladó a Guadalajara, instalándose en la calle Manuel Medrano en su número 5, para acompañar a su hijo Jorge, que había obtenido una plaza de Auxiliar de la Secretaría de la Junta Provincial de Instrucción Pública, pues aunque tenía el título de Magisterio nunca se decidió a ejercer la profesión de maestro, quien sabe si a causa de los sinsabores que había sufrido su madre.
En el año 1914 enfermó de cáncer y falleció en su casa del número 5 de la calle Manuel Medrano de Guadalajara a las 2 de la madrugada del domingo 28 de marzo de 1915. Su entierro, con ceremonia religiosa, enfrentó a sus dos hijos y disgustó a muchos de sus amigos. Isabel Muñoz-Caravaca nunca había sido una persona de creencias religiosas y, por el contrario, en muchas ocasiones había sufrido el acoso de la Iglesia, pero finalmente recibió la Extremaunción y tuvo un entierro católico, lo que fue nuevo motivo de agrias disputas familiares entre su hijo mayor, Gabriel, y el pequeño, Jorge, que se opuso a dar este carácter católico a los funerales y no asistió al entierro de su madre. Si El Liberal Arriacense escribía que “representaciones de las diversas clases sociales acudieron a rendir el último tributo a la escritora distinguida, a la mujer buena, que de todos supo hacerse amar y respetar”, en las páginas de El Socialista se podía leer: “No era una afiliada al Partido Socialista, pero socialistas eran sus ideas, y en nuestra Prensa las vertió muchas veces, demostrando estar compenetrada en todo con nuestra causa. […] Desde hacía mucho tiempo había roto con los convencionalismos de la sociedad a que pertenecía por lo aristocrático de su cuna, y se había aproximado a los que luchan dentro de la realidad por las reivindicaciones de los desheredados, por la realización de un ideal de justicia y de humanidad. Para nosotros era más hermosa y más legítima la nobleza de su pensamiento que la de su alcurnia. Para ella, también”.