Nació en la ciudad de Mahón el 21 de febrero de 1806, siendo bautizado ese mismo día en la iglesia parroquial de Santa María (AGA, caja 31/15861 y caja 2969, expediente 176). Era hijo de Gaspar Gómez de la Serna y Pérez, nacido en el pueblo soriano de Castilruiz y que llegó a ser brigadier del ejército y Caballero Comendador de Malagón en la Orden de Calatrava, y de Ana Tully, que vio la luz en la ciudad africana de Trípoli, en el seno de una familia de origen napolitano, y que mereció el honor de ser Camarista de Su Majestad (1).
Su entorno familiar
Al comenzar la Guerra de la Independencia, la familia se trasladó a la Península y Gaspar Gómez de la Serna se unió a las tropas que luchaban contra los ejércitos napoleónicos, falleciendo a finales de 1808 en la localidad catalana de Molins del Rey, lo que forzó a su viuda a instalarse de nuevo con sus cinco hijos en la isla de Menorca. En un primer momento vio denegada su pensión de viudedad, pero la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino acordó en junio de 1809 que se le librase la merecida pensión, pero sobre otro fondo benéfico, pues el de la Mitra de Málaga al que había recurrido sólo tenía carácter eclesiástico y no podía ser percibido por mujeres (AHN, Estado 32, A).
El día 29 de julio de 1847 Pedro Gómez de la Serna contrajo matrimonio en la iglesia madrileña de San Ginés con Carmen de la Peña Barragán, que había nacido cinco años después que él en la ciudad de México, y que era hija de padres criollos: José de la Peña, que nació en la localidad vizcaína de San Esteban de Carranza desde donde marchó a tierras americanas, y Josefa Barragán, que vino al mundo en Santiago de Guayaquil, que por entonces ya formaba parte del virreinato de Nueva Granada. Tuvieron tres hijos, de los que le sobrevivieron dos: sus hijas Isabel y Eulalia.
A causa de una pleuro-neumonía aguda, falleció Pedro Gómez de la Serna en Madrid el 12 de diciembre de 1871 en su domicilio del número 7 de la Plaza de Trujillos, un espacio urbano ya desaparecido pero que se encontraba en uno de los extremos de la Calle de Trujillos, que todavía subsiste con esa misma denominación muy cerca de la Plaza Mayor, siendo enterrado en el madrileño Cementerio Sacramental de San Isidro, al otro lado del río Manzanares.
Su estancia en Alcalá de Henares
Terminada felizmente la francesada en 1813, la familia se estableció en Madrid, y Pedro Gómez de la Serna ingresó en el Real Colegio de las Escuelas Pías de San Antonio Abad, de donde pasó en octubre de 1820 al Colegio de San Isidro, sucesor del Colegio Imperial de los jesuitas y predecesor del actual Instituto de Bachillerato de igual nombre, donde cursó las asignaturas de Filosofía que eran entonces necesarias para poder seguir estudios superiores de Leyes, y con ese propósito se matriculó brevemente en la nueva Universidad Central de Madrid hasta que, suprimida por Fernando VII después del Trienio Liberal por haber sido una iniciativa del gobierno constitucional, se vio obligado a inscribirse en la vecina Universidad de Alcalá de Henares para poder terminar sus estudios.
En la ciudad complutense alcanzó el grado de Bachiller en Leyes en 1825, y en 1828 obtuvo los títulos de licenciado y de doctor en Derecho. Su aprovechamiento fue tan notable que, siendo aún estudiante, ya suplió ocasionalmente a algún catedrático ausente y, ya licenciado pero sin tener aún el grado de doctor, se le nombró sustituto de la cátedra de Derecho Romano.
En el mes de mayo de 1828 se le encargó que ocupase provisionalmente la cátedra de Instituciones Civiles en la Universidad de Alcalá de Henares, que quedó vacante por la renuncia de su antecesor, José Muñoz Maldonado, que, decidido a emprender una carrera política y administrativa, el 15 de febrero de 1828 había sido nombrado oficial en el Ministerio de Gracia y Justicia, destino que no era compatible con el ejercicio de su actividad docente en la Universidad de Alcalá de Henares, por lo que tuvo que abandonar su cátedra complutense. Un año más tarde, en el mes de mayo de 1829, Pedro Gómez de la Serna tomó posesión de esa plaza con carácter definitivo y en febrero de 1831 obtuvo por oposición la cátedra de Práctica Forense en la ya citada Universidad de Alcalá de Henares.
Pero si la Guerra de la Independencia había trastornado sus primeros estudios, la Primera Guerra Carlista le sacó del sosiego de su cátedra universitaria para empujarle a la lucha política contra el Antiguo Régimen. Al comenzar las hostilidades entre carlistas y liberales, fue nombrado Corregidor de Alcalá de Henares, con el encargo especial de abortar las conspiraciones de los numerosos partidarios que tenía en la ciudad complutense el pretendiente Carlos María Isidro de Borbón y mantener Alcalá leal a la reina Isabel II, siendo nombrado sucesivamente subdelegado de Policía, de La Mesta, de Pósitos, de Montes y de Mostrencos, vacantes y abintestatos.
Pero con la lenta implantación del régimen político liberal se produjo la imprescindible separación de poderes, y Pedro Gómez de la Serna no pudo mantener simultáneamente cargos políticos y jurídicos, optando por la carrera judicial y ocupando el juzgado de Primera Instancia de Alcalá de Henares, aprobándose en junio de 1836 su traslado para ocupar el juzgado de igual categoría en Ciudad Real.
Sin embargo, no llegó a incorporarse a su nuevo destino pues, antes de que marchase a tomar posesión a tierras manchegas, se le encargó la investigación de la conducta que habían observado las autoridades civiles de Guadalajara, que, en lugar de defenderla, habían abandonado precipitadamente la ciudad o se habían refugiado apresuradamente en el fuerte de San Francisco ante la amenaza de la columna carlista del general Manuel Gómez, que el día 30 de agosto de 1836 había derrotado a los isabelinos en Matillas y se aproximó al núcleo urbano arriacense, y sobre las que había serias dudas de su compromiso con la causa liberal; recelos que no eran infundados, pues el duque del Infantado, cuya influencia seguía siendo evidente en la capital alcarreña, se había ausentado de Guadalajara el día de la proclamación de la reina Isabel II alegando una oportuna enfermedad (3).
Su estancia en Guadalajara
La racionalización de la administración pública emprendida por el régimen liberal desde las Cortes de Cádiz llevaba implícita la reordenación del territorio, estableciéndose nuevas provincias y situando a nuevas autoridades al frente de ellas, cambios que fueron anulados por Fernando VII hasta que, una vez fallecido el monarca, un Real Decreto del 23 de octubre de 1833 establecía como máxima autoridad política provincial a los subdelegados de Fomento, que pasaron a ser denominados Jefes Políticos por otro Real Decreto del 13 de mayo de 1834 (Boletín legislativo, agrícola, industrial y mercantil de Guadalajara, 30-5-1834).
Una Real Orden fechada el 23 de marzo de 1835 cesó como Jefe Político de Guadalajara al que había sido el primero en ocupar este nuevo cargo, José María Bremón, que marchó con igual puesto a la de Soria, y se le sustituyó por Martín de Pineda (Boletín Oficial de Guadalajara, 30-3-1835), que estuvo al frente de la provincia hasta el 16 de septiembre de 1836, cuando Pedro Gómez de la Serna fue nombrado, en principio con carácter interino, Jefe Político de la provincia de Guadalajara y, por lo tanto, presidente de su Diputación Provincial (Boletín Oficial de Guadalajara, 16-9-1836).
Por dos veces fue nombrado Jefe Político de otras provincias; el 15 de mayo de 1837 se aprobó su traslado a Murcia y se nombró a José María Lecuna nuevo Jefe Político de Guadalajara, pero finalmente se envió a éste a Badajoz y se decidió que aquél permaneciese en Guadalajara (Boletín Oficial de Guadalajara, 15, 19 y 24-5-1837). Pocos meses después, en diciembre de ese mismo año, Pedro Gómez de la Serna fue nombrado Jefe Político de Castellón y el 11 de diciembre de 1837 llegó a despedirse de sus convecinos alcarreños desde las páginas del Boletín Oficial de la Provincia; pero la intercesión de las autoridades y de muchos ciudadanos influyentes consiguió paralizar de nuevo el traslado y la Reina Gobernadora le mantuvo en su puesto (Boletín Oficial de Guadalajara, 25-12-1837).
Pero en el otoño de 1839 el gobierno moderado decidió remover de su cargo a un progresista tan apreciado que, además, acababa de ser elegido diputado por la vecina circunscripción de Soria, primero como suplente y, desde el 6 de septiembre de 1839, como parlamentario de pleno derecho (ACD, serie documentación electoral, legajo 17, número 14), por lo que el 29 de noviembre le cesó y nombró como nuevo Jefe Político en Guadalajara a Patricio de la Escosura Morrough (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 6-12-1839), un antiguo progresista que se había acomodado a la hegemonía moderada.
Naturalmente, la primera preocupación de Pedro Gómez de la Serna al ocupar la jefatura política de Guadalajara fue la de combatir a los carlistas, que estaban poniendo en serio peligro al trono de Isabel II y su gobierno. Aunque las autoridades ya habían aprobado las primeras disposiciones para derrotar a las partidas insurrectas que desde 1834 se paseaban libremente por el territorio provincial, la cuestión estaba lejos de estar resuelta, en buena parte “por la apatía de ciertas autoridades”, según declaraban los liberales seguntinos (El Eco del comercio, 27-12-1835). Una ambigüedad que se extendía a algunos oficiales del ejército liberal, pues todavía en 1839 Pedro Gómez de la Serna reconocía que dentro de las tropas de Isabel II algunos “malvados” se dedicaban a sembrar el descontento y animaban a los soldados a pasarse a los ejércitos carlistas, a pesar de que esa conducta se castigaba con severidad (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 15-7-1839).
Desde octubre de 1836 tomó medidas extraordinarias para desbaratar la creciente agitación carlista, dividiendo el territorio provincial en tres distritos militares (Guadalajara, Sigüenza y Molina) y creando nuevos puntos fortificados para acoger a los liberales y sus familias y ponerles a salvo de las correrías por tierras de Guadalajara de las partidas guerrilleras del pretendiente (Boletín Oficial de Guadalajara, 19-10-1836), decisión que afectó a varios monumentos históricos, que fueron modificados o desmantelados para proveer de piedra a estos nuevos baluartes defensivos: en Brihuega se sacaron a concurso las obras de fortificación del convento de franciscos descalzos, según proyecto de los ingenieros militares (Boletín Oficial de Guadalajara, 27-4-1836), en Guadalajara se procedió a amurallar el Fuerte instalado en terrenos del convento de San Francisco con las piedras extraídas de la antigua iglesia de San Ginés, que fue derruida, y disposiciones parecidas se adoptaron en otras localidades. Estas medidas debieron de ser eficaces, pues cuando el 10 de diciembre de 1836 el general carlista Miguel Gómez regresaba de su exitosa expedición militar, ni siquiera intento entrar en la capital alcarreña, a pesar de pasar a dos kilómetros de sus arrabales.
De todas las iniciativas que impulsó para combatir a los carlistas, merece destacarse la organización en diciembre de 1836 de la Compañía de Salvaguardias de la Diputación, un cuerpo militar con secciones de infantería y caballería destinado a «cuidar del orden público, persiguiendo malvados [y] defendiendo a los vecinos honrados”. Con este propósito se reclutaron y se instruyeron a los primeros veinticuatro miembros de la Compañía, se les vistió con un uniforme diseñado al efecto y se adaptó el convento de la Epifanía de la capital para que fuese su cuartel. Este cuerpo se sumaba al ejército regular y a la Milicia Nacional y tenía un carácter exclusivamente provincial pero, a diferencia de los antiguos regimientos, sólo obedecía a la autoridad de Gómez de la Serna como presidente de la Diputación. Debió de ser de utilidad, pues todavía el 21 de febrero de 1839, cuando la victoria liberal era inminente, la Diputación decidió mantener activo el cuerpo de Salvaguardias y adoptar nuevas medidas para su financiación (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 25-2-1839), hasta que en marzo de 1841 se acordó la disolución de este Cuerpo de Salvaguardias de Guadalajara.
El proceso desamortizador se consolidó desde 1835 gracias a la legislación promovida por Juan Álvarez Mendizábal; toda una batería reglamentaria que supuso la nacionalización de un patrimonio religioso de enormes proporciones. Se decidió que los edificios afectados fuesen destinados a “cuarteles cómodos y ventilados”, “hospitales y cárceles”, “nuevas calles y ensanche de las actuales”, “plazas y mercados de nueva planta”… en resumen, se decretó el derribo o el cambio de uso de buena parte de nuestro patrimonio artístico religioso (Boletín Oficial de Guadalajara, 5-2-1836).
Tan importante como la suerte corrida por estos edificios era el destino de los tesoros que guardaban en su interior, entre los que destacaban las pinturas y esculturas, los objetos propios del culto sagrado y sus bibliotecas. Así el monasterio benedictino de Sopetrán sumaba más de sesenta cuadros, que incluían los del retablo, y casi una decena de esculturas (Boletín Oficial de Guadalajara, 3-5-1837); en el de los carmelitas descalzos de Cogolludo había más de sesenta obras pictóricas y varias tallas religiosas, una de las cuales decía tener al pie reliquias de Santa Teresa de Jesús (Boletín Oficial de Guadalajara, 5-5-1837), en el de Budia había casi ochenta cuadros y más de una docena de imágenes (Boletín Oficial de Guadalajara, 8-5-1837); los agustinos de Salmerón poseían treinta y cinco cuadros y once tallas (Boletín Oficial de Guadalajara, 29-5-1837)… En resumen, calculamos que los conventos desamortizados en la provincia superaban con mucho el millar de pinturas y se acercaban al medio millar de tallas, a las que hay que sumar las de los Conventos Hospitales de San Juan de Dios de Guadalajara y de Molina, cuyos bienes no se inventariaron (Boletín Oficial de Guadalajara, 12-6-1837).
Los objetos destinados al culto fueron repartidos entre las parroquias más próximas, por lo que en su mayoría se salvaron de la destrucción. Pero la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando pronto advirtió al gobierno que estaban saliendo del país cuadros de los más famosos pintores, lo que movió a las autoridades a exhortar a que se incrementase la vigilancia en nuestras fronteras para impedir “la extracción de obras de pintura y otros objetos artísticos antiguos, o de autores que ya no viven” (Boletín Oficial de Guadalajara, 3-10-1836). Se había dispuesto, en el artículo 25 de la ley del 8 de marzo de 1836, que “los archivos, cuadros, libros y demás objetos” se trasladasen “a los Institutos de ciencias y artes, a las Bibliotecas Provinciales, Museos, Academias y demás establecimientos de instrucción pública”, y con ese objeto el jefe político de cada provincia nombraba en los pueblos en los que había conventos desamortizados una comisión encargada de hacer un inventario y en la capital se establecía una Comisión Científica y Artística, presidida por un delegado de la Diputación o del Ayuntamiento y completada con cinco expertos en literatura, ciencias y artes que también eran elegidos por la primera autoridad provincial. Esta Comisión, a la vista de los inventarios recibidos, elegía aquellas obras que merecían ser conservadas y el resto eran vendidas en pública subasta (Boletín Oficial de Guadalajara, 30-6-1837).
Como en la provincia no existía ninguna colección artística, Gómez de la Serna decidió fundar un museo provincial en el convento de la Piedad, que se inauguró el 19 de noviembre de 1838, para celebrar el cumpleaños de la reina. Ese día se abrió al público una sala de pinturas en la primera planta, donde se podían contemplar las pinturas de más mérito de los conventos de Guadalajara, Lupiana, Horche, Uceda, Pastrana, Budia, Villaviciosa, Tamajón y Cogolludo. Se anunció que en breve se ampliaría y así “los naturales del país tendrán un establecimiento donde cultivar sus talentos; la nación la gloria de conservar monumentos científicos y artísticos de mérito extraordinario que el polvo y descuido hubieran consumido”; además, permitía “preservar de las ruinas un edificio magnífico” (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 26-11-1838). Un año después se abrían dos nuevas salas con cuadros de los conventos recién desamortizados, y se presumía que “la colección que en el día tiene merece llamar la atención de los artistas y de toda persona sensata, no solamente porque en ella se encuentran cuadros de mucho mérito sino también por haber arrebatado al olvido, cuando no a la destrucción, unas obras artísticas que son desde luego objeto de curiosidad y servirán indudablemente más adelante de utilidad y gloria para las artes” (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 22-11-1839), aunque cabe sospechar que la anunciada sala de esculturas nunca se abrió.
Gómez de la Serna no se limitó a cumplir con celo estas instrucciones, sino que fijó su atención en todos los objetos artísticos que, ajenos al proceso desamortizador, también estuviesen en peligro de perderse. Y con tal fin el 7 de octubre de 1839 emitió una circular en la que exigía a los alcaldes noticias sobre cualquier resto arqueológico que se encontrase en sus municipios, desde lápidas hasta monedas y armas; les solicitaba que se dirigiesen a los párrocos y personas instruidas de la localidad para ampliar la información y que visitasen los conventos desamortizados en busca de esos mismos vestigios artísticos. El objetivo era que todas esas antigüedades pasasen al museo provincial, bien por ser de propiedad estatal o por cesión de sus propietarios legítimos, sentando en 1839 las bases del museo arqueológico provincial (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 7-10-1839).
A cambio, se perdieron casi todos los libros acumulados durante siglos en las bibliotecas conventuales, aunque hay que reconocer que en 1836 muchas se encontraban en el más completo abandono. De los inventarios realizados se deduce el escaso interés que manuscritos, incunables y otros libros despertaban entre los frailes; se habla de “obras incompletas y deterioradas que nada valen” (Boletín Oficial de Guadalajara, 12-5-1837), “obras incompletas, bastante deterioradas, por cuya razón no se especifican” (Boletín Oficial de Guadalajara, 17-5-1837), “libros, de diferentes tamaños y obras, que por su mala coordinación y falta de tomos no se expresa el nombre de ellas” (Boletín Oficial de Guadalajara, 19-5-1837), etcétera. Como consecuencia, es imposible conocer ni siquiera el número de volúmenes de los conventos desamortizados, pero seguramente pasarían de los quince mil. Aunque para los responsables de aquellos inventarios el destino de estas bibliotecas era su destrucción, la intervención de Pedro Gómez de la Serna evitó que todo este legado bibliográfico se perdiera cuando en 1838 decidió fundar una Biblioteca Provincial que, como el Museo, estableció su sede en el desamortizado convento de la Piedad de Guadalajara y que tuvo como base los mejores libros rescatados de los conventos desamortizados (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 28-11-1838).
Hemos resaltado la temprana vocación que Pedro Gómez de la Serna mostró por la enseñanza, una inclinación que pudo desarrollar en esta provincia como su Jefe Político, pues a lo largo de estos años los nuevos gobiernos liberales adoptaron las primeras medidas para la escolarización y alfabetización de la población alcarreña, incluso de la mujer cuya educación no podía quedar limitada a las labores domésticas (Boletín legislativo, agrícola, industrial y mercantil de Guadalajara, 18-6-1834). Fue la enseñanza primaria donde más necesaria era la acción del gobierno y donde muy pronto se dejó sentir la mano de Gómez de la Serna, porque la situación era lamentable pues, aunque hubiese escuelas abiertas en la práctica totalidad de los pueblos, lo cierto es que los edificios se encontraban en situación ruinosa, atendidos por maestros que cobraban tarde y mal unos salarios miserables.
En octubre de 1838 se formó una Comisión Provincial de Instrucción Primaria, de acuerdo con la nueva legislación, que estaba formada por Pedro Gómez de la Serna, el diputado provincial Melitón Méndez, el sacerdote Manuel García Flores y por Luis de la Concha y Paulino Llorente, que eran los dos vocales propuestos por la Diputación. La primera medida de esta Comisión Provincial de Instrucción Primaria fue amenazar a los maestros “díscolos, poco celosos de la instrucción o desmoralizados”, advirtiéndoles que les sancionará “suspendiéndolos y aun proponiendo al Gobierno la privación de empleos para ellos”. Además, estableció una relación de pueblos que deberían tener una escuela elemental completa adecuada a la legislación más reciente y que hasta entonces carecían de ella, y que sumaban ciento dieciocho municipios (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 8 y 10-10-1838).
Pero fue en la enseñanza secundaria donde la acción de gobierno de Pedro Gómez de la Serna tuvo mayor calado. Preocupado por el cierre del Colegio de San Antonio de Portacoeli de Sigüenza, único centro de estudios de ese nivel en la provincia, como consecuencia de la supresión de las antiguas universidades eclesiásticas, el 17 de octubre de 1837 la Diputación de Guadalajara aprobó, a propuesta suya, acogerse a una Real Orden del 17 de septiembre anterior que extinguía los estudios de filosofía según los antiguos planes de estudios y los sustituía por Institutos de segunda enseñanza que, regidos por los principios de la ciencia moderna.
La Diputación, para adelantar las ventajas que indudablemente esperaba que se desprendiesen de esta decisión, abrió la matrícula para el citado Instituto desde el día siguiente al de la publicación de su acuerdo, que apareció en el Boletín Oficial de Guadalajara del 20 de octubre, pues quería que estuviese en pleno funcionamiento al comenzar el curso y el 30 de noviembre de 1837 se inauguró el nuevo centro educativo en el desamortizado convento de San Juan de Dios de la capital provincial con un discurso de Pedro Gómez de la Serna. Nació el Instituto con una menguada lista de alumnos, catorce en un primer momento, atendidos bajo la dirección de Dionisio Hermosilla, rector y catedrático de Lógica y Filosofía Moral, por una reducida plantilla de sólo seis profesores: Manuel Ascensión Verzosa, catedrático de Física experimental, nociones de Química y Geografía físico-matemática; Salvador Novar, de Matemáticas y Geometría aplicada al dibujo lineal; Juan José Villaverde, de Agricultura con el cargo de Secretario; Mariano Gualda, de Literatura e Historia y Juan Andrés Zuazua, de Lengua Francesa. Quedó así abierto este Instituto, el primero de los de nueva creación que funcionó en el país.
Si la formación del Cuerpo de Salvaguardias y el resto de medidas encaminadas a coadyuvar a la derrota del carlismo en tierras alcarreñas no fuese mérito suficiente que sumar a la fundación del Museo Provincial, con la particular creación de su sección arqueológica, de la Biblioteca Provincial, del Instituto de segunda enseñanza, pionero en España, y el establecimiento de una completa red de escuelas primarias en Guadalajara, aún podemos añadir más iniciativas al aliento personal de Pedro Gómez de la Serna.
Destaca la Sociedad de beneficencia de señoras de Guadalajara, que nació en 1838 fruto de su llamamiento a las damas de la burguesía provincial, “porque sólo este bello sexo bondadoso y lleno de ternura y caridad es capaz de llenar cumplidamente los penosos deberes que la humanidad reclama a favor de la infancia desvalida” (El Lucero Alcarreño, 29-6-1841), y cuyo Reglamento se publicó en el Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara del 5 de abril de 1839. Su propósito era ayudar a los niños asilados en la Casa de Maternidad para Expósitos que se acababa de abrir ese mismo año en la capital, y que contaba con una inclusa agregada en el pueblo de Atienza, a la que sumó otra en Sigüenza (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 25-3-1839).
En ellas se acogía a los niños abandonados y huérfanos de toda la provincia, aunque los lactantes vivían fuera de estos establecimientos, en casas de nodrizas que los criaban a cambio de dinero, lo que ocasionaba cuantiosos desembolsos. Como la Casa no disponía de rentas específicas, sus gastos se cubrían con cargo al presupuesto anual de la Diputación Provincial, que siempre era insuficiente, hasta el punto de que, en marzo de 1839, hubo una contribución especial para esta corporación en atención al elevado número de expósitos acogidos en la Inclusa, repartiendo entre todos los pueblos de la provincia el gasto extraordinario, que la Diputación había ido pagando adelantándolo de sus propios fondos más allá de lo recogido en sus presupuestos (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 22-3-1839). Como por este motivo los huérfanos corrían el peligro de no poder ser debidamente atendidos, las mujeres de esta Sociedad de Beneficencia cubrían con su caridad el déficit ocasionado a las arcas públicas,
Esta humanitaria preocupación por los huérfanos no era incompatible en Gómez de la Serna con una visión de la caridad radicalmente liberal y burguesa; la compasión por los niños no alcanzaba a los pobres y desfavorecidos, y adoptó durante su paso por Guadalajara algunas medidas que no pueden dejar de llamar nuestra atención. El 8 de marzo de 1839 publicó una circular en la que advertía que “la moral, la salud y la tranquilidad de los pueblos, exigen que sean perseguidos y expulsados a los de su naturaleza los que sin oficio conocido vagan de pueblo en pueblo, y las mujeres que en su mal vivir libran la subsistencia”, subrayando que las autoridades debían cumplir disposiciones como éstas: “1º No darán las justicias pasaportes á personas que no sean dé conocida probidad o arraigo, sin enterarse del objeto del viaje y exigir persona de confianza que responda por ellas […] 4º Las mujeres públicas; serán remitidas de una en otra justicia a la de su naturaleza y sujetas allí á la vigilancia de la autoridad local. 5º Las personas cuyo ejercicio ordinario sea la vagancia y no se corrijan con las medidas que en el orden administrativo pueden adoptarse, serán entregadas á los Tribunales para la formación de la competente causa”. Al mes siguiente exigió a los alcaldes que obstruyesen las entradas de las cuevas o demoliesen las chabolas donde se refugiaban gitanos y mendigos, y forzó a los pobres registrados a que llevasen un escudo metálico que los identificase en todo momento, anunciando el vidriero Pedro Regalado Núñez que los hacía de hojalata en su taller de la calle Mayor por el precio de medio real.
Dentro de esta misma lógica productivista de la primera burguesía liberal, persiguió los juegos de azar en la provincia, aunque siguieron siendo, como lo fueron antes y después, muy populares. El 27 de julio de 1837 firmó una circular dirigida a todos los alcaldes de la provincia alcarreña en la que les recordaba que los juegos “de suerte y azar” estaban prohibidos por las leyes y les encarecía a que no diesen licencias para su práctica, mientras que dos meses antes el Intendente de la Provincia, Pedro Antonio Masuty, hizo pública una nota en el Boletín Oficial de Guadalajara en la que prevenía contra las rifas de alhajas que se realizaban sin el correspondiente permiso.
Otra de sus más constantes preocupaciones fue la salud pública, entonces tan precaria, de la que se encargaban unos médicos que, sin llegar a la condición de los maestros, no disfrutaban de unas condiciones de trabajo dignas. Cuando Pedro Gómez de la Serna se hizo cargo de la jefatura política de la provincia ni siquiera el médico-cirujano del Hospital Provincial de Guadalajara percibía una renta monetaria, sino que cobraba “2.500 reales pagados mensualmente en trigo a los precios corrientes” (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 31-8-1838). Además de la escasa dotación presupuestaria de sus empleos, la otra causa de malestar entre estos profesionales sanitarios era el intrusismo laboral, que en Guadalajara estaba especialmente favorecido por la escasa población de sus municipios, que sólo podían ofrecer sueldos insuficientes que eran rechazados por los facultativos titulados.
Para mejorar sus salarios, la Diputación de Guadalajara decidió establecer un marco general y favorecer la agrupación de pueblos limítrofes hasta que reuniesen cuatrocientos vecinos, que es la cantidad mínima que estableció la corporación provincial para que se pudiese tener un médico debidamente remunerado (Boletín Oficial de Guadalajara, 12-6-1837). Al mismo tiempo se establecía un censo provincial de facultativos y el Boletín Oficial del día 8 de mayo de 1837 insertó una instrucción de Pedro Gómez de la Serna por la que se advertía a los municipios que no contratasen como médicos y cirujanos a quienes no tuviesen los títulos necesarios para esa práctica profesional, advirtiendo que castigaría a quienes consientan “una falsedad tan trascendental al bien de los pueblos”.
Al intrusismo de los que ejercían la profesión sin título había que añadir la confianza de muchos campesinos en los curanderos, lo que obligaba a los médicos a combatir la superstición y la costumbre, hasta el punto de que en 1834 se recomendaba públicamente en Guadalajara que no se leyesen libros de medicina por los legos en la materia, pues ese conocimiento se consideraba pernicioso; afirmaba el autor anónimo del artículo que si los libros de medicina “están escritos con claridad y de un modo agradable, forman una ilusión completa en la mente de aquellos que los leen, y que ni aún siquiera han saludado los elementos de la ciencia. Las personas de una imaginación viva, descubren en sí mismas todos los males cuyos síntomas se les describen, y sucede con frecuencia que, sin atender a la diferencia de edad, de estaciones o de temperamento, se aplican un remedio pernicioso: su salud se mina poco a poco, o se altera notablemente con el uso de los remedios que juzgan la han de robustecer” (Boletín legislativo, agrícola, industrial y mercantil de Guadalajara, 11-4-1834), A pesar de lo cual, en el número siguiente del mismo Boletín se insertaba un artículo con remedios caseros contra la solitaria o la disentería.
Medidas muy similares adoptó con respecto a la regulación profesional de los veterinarios, albéitares, herradores y castradores, ordenación que dependía en última instancia de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Central. Se dio un breve plazo para que todos aquellos que estuviesen ejerciendo esos oficios sin el título correspondiente, se examinasen y demostrasen ante el Subdelegado provincial de la Facultad de Veterinaria de Guadalajara, José Hernández, su capacidad probada para seguir practicándolos y se imponía que aquellos establecimientos regentados por viudas o huérfanos de estos profesionales o de aquellos que no hubiesen obtenido la capacitación preceptiva, cerrasen en un breve plazo sus negocios y renunciasen al ejercicio de estos oficios. No debió de cumplirse debidamente esta regulación y se hizo necesario que Gómez de la Serna insistiese en la aplicación de este decreto, pues todavía en enero de 1837 muchos albéitares y herradores seguían sin presentar la documentación ni se habían presentado al examen (Boletín Oficial de Guadalajara, 11-11-1836 y 18-1-1837).
También en relación con la salud pública, Gómez de la Serna se mostró muy celoso en la cuestión de los cementerios, que desde Carlos III debían de estar situados fuera de la ciudad, aunque tradicionalmente los ayuntamientos incumplían esta regulación. No hay mejor ejemplo que la propia capital provincial, que hasta abril de 1838, y siendo su alcalde Félix de Hita, no subastó la construcción de la cerca del cementerio; y sabemos que lo mismo sucedió en Tendilla, Humanes o Pajares (Boletín Oficial de Guadalajara, 26-9-1836, 20-4-1838, 6-7-1838 y 20-7-1838).
Y aunque era competencia municipal, Pedro Gómez de la Serna alentó la renovación de la capital de la provincia, que en esos años reparó el empedrado de sus calles y comenzó la instalación del alumbrado público, además de construir jardines junto a la nueva parroquia de San Nicolás y frente a la sede de la jefatura política, además de adecentarse la llamada plazuela de la Fábrica, frente al Palacio del Infantado, y urbanizar adecuadamente lo que entonces se llamaba el paseo de Santo Domingo, una zona clave para la expansión de la ciudad, pues de ella salían las calles del Amparo, de San Roque, el paseo de las Cruces y la Carrera (Boletín Oficial de la Provincia de Guadalajara, 30-11-1838, 3-12-1838 y 14-1-1839).
Su acción política
Al ser cesado como Jefe Político de Guadalajara, quiso regresar a su cátedra en la Universidad de Alcalá de Henares, que entre tanto se había trasladado a Madrid para servir de base a la Universidad Central, pero los moderados, aprovechando que no había podido tomar posesión de su nueva cátedra en la capital del reino por ser Jefe Político en Guadalajara, habían cubierto su plaza con un sustituto y en 1839 no pudo volver a sus clases, lo que provocó una fuerte reacción del resto de sus compañeros del claustro universitario, que en octubre de 1840 le eligieron rector de la Universidad Central madrileña, aunque su carrera política le impidió asumir esa responsabilidad.
En enero de 1863 la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas recomendó encarecidamente su nombramiento para ocupar otra cátedra en la Facultad de Derecho madrileña, propuesta que fue aceptada por el Consejo de Instrucción Pública. Pero en noviembre de 1866 se vio de nuevo forzado a renunciar a su labor docente en la cátedra de Legislación Comparada porque el decano decidió que se impartiese una clase diaria de esa asignatura, lo que Pedro Gómez de la Serna consideró que, por la dificultad de la materia, era imposible “aunque prescindiera de toda otra clase de ocupación”, renunciando a su cátedra universitaria el 26 de octubre de 1863, de nuevo víctima de una maniobra política de los moderados.
No fue menos agitado el desempeño de su vocación política. Si ya había sido elegido diputado por Soria en 1839, tras el pronunciamiento de 1840 el nuevo gobierno progresista, bajo la regencia del general Baldomero Espartero, le designó Corregidor político de Vizcaya el 29 de noviembre de 1840, cuando la Primera Guerra Carlista ya había llegado a su fin. Volvió a ser elegido diputado a Cortes en los comicios de febrero de 1841, de nuevo por la provincia de Soria, y en la convocatoria de febrero de 1843 obtuvo el escaño por las circunscripciones de Soria y Segovia, renunciando a esta última acta electoral.
Identificado con el régimen progresista, el 19 de mayo de 1842 fue nombrado Subsecretario del Ministerio de la Gobernación y permaneció en el cargo durante un año, hasta que el 13 de mayo de 1843 fue nombrado ministro de Gobernación en el último y fugaz gobierno del general Espartero. Derribada la regencia progresista por un pronunciamiento militar, cesó en sus funciones de ministro el 23 de julio de 1843 y se refugió con el general Espartero en el navío de guerra británico Malabar, en el que marchó a su exilio en Inglaterra, donde permaneció por espacio de casi cuatro años. Sólo en 1847 pudo regresar a España.
Su elección como diputado a Cortes por el distrito de Orense en diciembre de 1846 le permitió regresar a la Península, ocupando su escaño en febrero de 1847, y dos años después fue nombrado vocal en la Junta General de Beneficencia. Durante la Década Moderada siguió fiel al partido progresista: en 1847 era secretario de la junta del partido del Distrito de las Vistillas en Madrid y en 1849 le encontramos como presidente de la Junta progresista en el territorio de la Audiencia de Madrid (El Clamor Público, 13-9-1849). En las elecciones de 1851 fue el único progresista que se atrevió a luchar por un escaño en la provincia alcarreña. Se presentó contra el moderado Francisco Muñoz Maldonado, mientras que todos los demás candidatos de la provincia eran sólo moderados: Luis María Pastor en Brihuega, Fernández de Córdova en Molina de Aragón, Peralta en Pastrana y José Muñoz Maldonado en Sigüenza (El Clamor Público, 10-5-1851). Naturalmente, no salió elegido.
Con el retorno de los progresistas, y a su frente otra vez el general Baldomero Espartero, volvió Pedro Gómez de la Serna a prestar sus servicios a la nación. En los comicios celebrados a Cortes Constituyentes en 1854 se formó en Guadalajara una candidatura progresista formada por José María Medrano, Diego García Martínez, Ramón Ugarte, José Guzmán y Manrique Ruiz y Pedro Gómez de la Serna (La Iberia, 10-9-1854), que además se presentó por la vecina demarcación de Soria (La Época, 20-9-1854) y por la de Ávila, obteniendo en los tres distritos el acta de diputado (La Época, 1-11-1854). En la sesión celebrada por las Cortes el 11 de diciembre, Gómez de la Serna optó por representar al distrito de Guadalajara, a pesar de que, cuando en esta campaña electoral fue acusado de ser un candidato cunero en la circunscripción soriana, su hermano declaró públicamente: “Si es candidato por Soria […] no lo debe á relaciones nuevas, sino á servicios antiguos, servicios ya hereditarios en la familia. Su apellido por largo tiempo estuvo al frente del regimiento provincial de Soria; y los hijos de la provincia, al lado de mi padre y de los hermanos de mi padre, pelearon y vencieron muchas veces” (La Iberia, 3-10-1854).
Derribado el gobierno del general Espartero, no permaneció mucho tiempo Gómez de la Serna alejado del escenario político. En julio de 1858, bajo el gobierno de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donnell, partido al que se adhirió, la reina Isabel II le nombró senador vitalicio, ocupando el escaño hasta que la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868, y la Constitución promulgada al año siguiente, acabaron con esta figura parlamentaria. Pero en marzo de 1871 Pedro Gómez de la Serna concurrió a las elecciones para ocupar en el Senado un escaño por la provincia de Soria, obteniendo más votos de compromisarios que ningún otro de los candidatos, por lo que volvió a sentarse en la Cámara Alta hasta su fallecimiento, en diciembre de ese mismo año (AHS, HIS-0197-01).
Su actividad profesional
Pero Gómez de la Serna fue, ante todo, hombre de leyes, y en la judicatura desarrolló, sobre todo durante los períodos de gobierno progresista, una carrera profesional que pocos pueden emular: fugaz ministro de Gracia y Justicia entre el 18 y el 20 de julio de 1854, fiscal del Tribunal Superior de Justicia desde septiembre de 1854 hasta el 20 de diciembre de 1856 y de nuevo presidente y fiscal del Tribunal Supremo desde agosto de 1869 hasta su fallecimiento, perteneciendo, además, a la Comisión de Codificación. En los períodos en los que no ocupaba cargos públicos, practicó el libre ejercicio de la abogacía, llegando a formar parte de la Junta Directiva del Colegio de Abogados de Madrid.
Codirigió la Enciclopedia Española de Derecho y Administración y, desde 1857, dirigió la Revista General de Legislación y Jurisprudencia. Escribió varios libros, entre los que destacan Elementos del derecho civil y penal de España, una obra en varios tomos y que conoció distintas reediciones, y Tratado académico forense de procedimientos judiciales, ambos escritos en colaboración con Juan Manuel Montalbán, que fue catedrático de la Universidad Central; Instituciones del derecho administrativo español, primera obra de este género escrita en España; Prolegómenos del Derecho Romano; el Curso histórico exegético del derecho romano comparado con el español, Introducción a las Partidas y La Ley Hipotecaria, comentada y concordada.
Formó parte de numerosas sociedades; entre otras, fue vocal en la Junta Directiva de la Sociedad Económica de Soria, perteneció a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, de la que fue miembro fundador y presidente, a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en la que ocupó los cargos de secretario y tesorero, y a la Real Academia de la Historia, para la que fue elegido el 6 de junio de 1856 y en la que tomó posesión el 13 de diciembre de 1857 con un discurso titulado Reinado de Alfonso X el Sabio e influencia que ha ejercido en los siglos posteriores. Recibió la cruz de Carlos III, como reconocimiento a la publicación de su Introducción histórica al estudio del Derecho Romano, y fue nombrado caballero del Toisón de Oro.
________________________________
(1) Manuel Ovilo y Otero (director), Historia de las Cortes de España. Madrid, 1849 a 1861.
(2) Juan Pablo Calero Delso, “José Muñoz Maldonado” en Diccionario biográfico de parlamentarios españoles. 1820-1854. Madrid, Cortes Generales, 2012.
(3) Juan Pablo Calero Delso, “El ocaso del Antiguo Régimen en Guadalajara”, en Actas del XI Encuentro de Historiadores del Valle del Henares. Guadalajara, 2008. Páginas 485 a 198
(4) Pedro Ortego Gil, “La Compañía de Salvaguardias de la provincia de Guadalajara”, Wad-al-Hayara, nº 19, Guadalajara (1992), páginas 109-128.