1. Ramiro Martín-Romo y Díaz-Galiano. Archivo familiar

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Ramiro Martín-Romo y Díaz-Galiano
Daimiel (Ciudad Real).
1868 -
Daimiel (Ciudad Real).
1938.
Músico.

Pocos días después del levantamiento revolucionario de septiembre de 1868, conocido como La Septembrina o La Gloriosa, nacía en Daimiel –coincidiendo con la festividad de la Virgen del Pilar–, uno de sus ciudadanos más fecundos, al que sus padres bautizaron a los dos días con el dilatado nombre de Ramiro José María Serafín Martín-Romo y Díaz-Galiano, continuador de una tradición familiar consistente en asignar varios nombres propios a cada descendiente con independencia de su sexo.

Ramiro era el primogénito de una parentela formada junto a tres hermanas, configurando una situación doméstica singular que, hasta cierto punto, influiría en su educación y en su carácter huidizo e intimista. Su padre Juan Francisco Martín-Romo ejercía como sacristán mayor de la parroquia de Santa María la Mayor y su tío José María, presbítero de la misma, iniciaron al joven Ramiro en el estudio de la música. Sin duda contaba con dos buenos maestros, sin embargo, se suele olvidar la figura de otro familiar llamado Pedro Antonio Romo, una de las máximas autoridades musicales de la localidad que sería nombrado director en dos ocasiones de la Banda municipal de música y que, además, dirigía la Academia de música y la orquesta del teatro Ayala.

Desde su más tierna infancia sus progenitores advirtieron en él un gran potencial musical que no dejaron de aprovechar instruyéndolo en solfeo y enseñándole a tocar diferentes instrumentos entre los que sobresalía el órgano de la iglesia de Santa María. Su gran sensibilidad, pero sobre todo su férrea voluntad y disciplina autoimpuesta dedicando largas horas en adquirir una sólida formación musical teórica y práctica –a costa de sacrificar ocasiones para el recreo y distracciones infantiles–, alcanzaba recompensa asombrando a los asistentes a sus conciertos en reuniones públicas y privadas, demostrando una precocidad fuera de lo común.

Cuando contaba con 16 años, logró uno de sus mayores éxitos con la admisión en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid en la clase de piano del maestro Zabalza y en la de armonía de Cantó. A los seis años de carrera obtenía el segundo premio de piano por unanimidad del jurado. Al año siguiente se alzaba con el primer premio. Compaginaba su formación académica y pedagógica con colaboraciones en las clases de Dámaso Zabalza, ofreciendo conciertos mensuales en el conservatorio y en centros culturales madrileños como el Ateneo y la Escuela Nacional de Música y Declamación; sin olvidar la exhibición de su arte en diversas localidades de Ciudad Real donde era muy apreciado. Pero también en su ciudad natal compartiendo veladas artístico-musicales con otros artistas locales como el terceto de violín y piano de Ramón Moreno y sus hijas, el cante de José María Cruz o las composiciones poéticas de los señores Sierra y Fisac; que alternaba con actuaciones en mayores auditorios como el teatro Ayala.

Sus excelentes dotes musicales no pasaron desapercibidas para un público entusiasta entre los que figuraban ricos adinerados asturianos muy aficionados a la música, quienes asistían asiduamente a los principales eventos musicales en la capital de España. En el joven manchego averiguaron un talento musical innato. En 1887, cuando finalizaba sus estudios oficiales de piano firmaba un contrato con el compromiso de ofrecer diversos recitales en varios puntos de Asturias.

Los éxitos de público y crítica fueron inmediatos hasta el punto de que ese mismo año decidió afincarse por tiempo indefinido en Gijón. Ese tiempo se prolongó durante media vida; 25 años se mantuvo luciéndose al piano en las sobremesas del famoso café Colón, al tiempo que redondeaba las ganancias impartiendo clases particulares a los jóvenes burgueses, consiguiendo notables éxitos en las pruebas de ingreso en conservatorios superiores de música que le granjearon gran fama en el Principado y admiración que se extendió al norte de España (Bilbao, Burgos, Santander, La Coruña, San Sebastián…) y al extranjero (París, Milán…).

Su genio musical no se reducía a su vertiente pedagógica e interpretativa, sino que se acrecentaba con la composición. Desarrolló su vertiente compositiva a partir del estudio profundo de las obras de grandes maestros como Bach, Händel, Beethoven…, con obras para piano, piano y canto; y obras de carácter sacro dotándolas de una espiritualidad e inspiración muy particulares, aunque con un trasfondo clásico muy del gusto de la época. Se habla de un millar de composiciones la mayoría de ellas perdidas. Entre las que han llegado hasta nosotros merece la pena subrayar la obra para piano titulada Ixuxuu como homenaje a los cantos asturianos, o su Ave María, obra para tenor con acompañamiento de órgano o piano.

Gozó de una envidiable y merecida reputación que ciertas inclinaciones emocionales cuestionarían. La ilimitada simpatía que descubrió el pianista una de sus discípulas llamada Angelina Cortés, le cautivaría con tanta fuerza que superó las reticencias morales la sociedad de la Restauración para convertirse en el motivo principal de su inspiración. El enamoramiento platónico, familiar y fraterno que despertó esta niña de 10 años en un hombre 24 años mayor, transitaba por caminos ajenos a la normalidad costumbrista hasta el punto de convertirse en una auténtica obsesión.

La muerte de Angelina por tuberculosis con solo 19 años transformó su personalidad. El seguimiento de la enfermedad con este trágico desenlace le llevó a cuestionarse los fundamentos de lo que había sido su vida. Desdeñando proposiciones que habían de proporcionarle nuevas glorias, se encontraba sin mujer, sin hijos, sin un verdadero hogar; con 43 años decidió romper con el pasado y regresar a su pueblo natal –como hacía cada verano–, pero esta vez para quedarse.

Retornó a la casa familiar en la calle Mínimas para acompañar a su madre viuda, pues poco antes había perdido a su padre. Trajo consigo partituras, libros y pianos; y una buena fortuna amasada durante largos años de conciertos dentro y fuera de España. Daba la impresión que lo había logrado todo y ahora buscaba el retiro al calor de la familia y los amigos.

En casa se adaptó a sus nuevas ocupaciones como cabeza de familia, pero continuó impartiendo clases de música, tocando el piano y componiendo. No había perdido la inspiración ni la sensualidad y su arte musical seguía deslumbrando a los que, a la tarde, cruzaban cerca de su casa alertados por suaves melodías.

Volvieron las reuniones privadas y los conciertos en el teatro Ayala hasta que la muerte de su madre en 1924 le condujo a refugiarse en la religión. A partir de entonces la asistencia a misas, ejercicios, rosarios…, aumentó en intensidad a la vez que se aislaba del mundo exterior. La música colmataba su mundo particular; con ella sobrellevaba los achaques de la edad y del tiempo en íntima soledad con teclados y recuerdos, circunstancia que no impidió que la II República primero, y la Guerra Civil española después, terminaran por traumatizarle y sumarle en un general estado de inacción, malestar y desapego.

Corrían de boca en boca unas coplas que se mofaban de su físico:

“Romo el romboide//parece un gigantoide//que masticar no poide//pero con la nariz//toca el pianoide”, ya que, al parecer, alguna vez terminó una de sus interpretaciones golpeando el teclado con la nariz, anécdota que se popularizó entre los daimieleños.

Su estado de salud fue degenerando ostensiblemente con la pérdida de la dentadura que, en un hombre de gran envergadura como él, restaba presencia. Su salud fue empeorando, los cuidados de los seres queridos y allegados no suplían la desgana y el abatimiento de quién observaba resignado como se prolongaba una agonía innecesaria hasta que el día 2 de mayo de 1938, a la edad de 69 años, le llegó la muerte.

Inexplicablemente, su figura pasó desapercibida entre sus paisanos hasta que, en 2004, con motivo de la presentación de la biografía novelada titulada Ramiro Romo escrita por Jesús Sevilla Lozano, se buscó poner fin a la injusticia histórica cometida contra este brillante artista, logrando además de valorar a tan singular músico y pianista daimieleño, el concurso del consistorio para rendirle público homenaje sin que hasta la fecha se halla materializado en forma alguna.

Referencias:

  • César Gómez Martín, “Artistas manchegos. Ramiro Romo y A. Galiano”, Vida Manchega, Ciudad Real (7-8-1913).
  • Francisco de la Iglesia Camacho, “Un músico ilustre de Daimiel: D. Ramiro Romo”, Las Tablas de Daimiel, Daimiel (1-4-1991), p. 16.
  • Jesús Sevilla Lozano, “Ramiro Romo, pianista y compositor daimieleño”, Cuadernos de Estudios Manchegos, Ciudad Real (2004), pp. 11-32.

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