Vino a Toledo con la familia en 1948 cuando tenía 17 años. Entonces ni él, ni nadie de su entorno hubiera presentido que el embrujo de la cerámica le iba a dejar cautivado durante gran parte del último tercio de su vida.
Según me contó su hermano Manuel, el padre de ellos era panadero, y al cambiar Ronda de bando durante la Guerra Civil tuvo que huir a Marruecos, porque fue acusado de haber vendido pan también a gente de izquierdas. Cuando volvió después de un tiempo, le amenazaron de nuevo y se exilió durante unos años en Francia, llevándose con él a Salvador y una de sus hijas, antes de finalmente emprender una nueva vida con su familia en Toledo.
A Salvador pronto le tocó el servicio militar que pasaba en Zaragoza; después de los dos años volvió a Toledo; según Manuel, los dos hermanos luego se buscaban la vida fotografiando a los turistas que estaban pululando por la Plaza del Ayuntamiento, ofreciéndoles las fotos correspondientes impresas en papel al cabo de unas horas. Con el creciente turismo entre los años cincuenta y setenta resultaba ser un negocio redondo y de allí Manuel empezó a vender guías turísticas con mucho éxito al lado de la Puerta Llana de la catedral.
Salvador, por su parte, encontró trabajo en el Museo de El Greco: de conserje primero y luego durante largos años de vigilante nocturno. Ya de joven había sentido afición por dibujar y pintar y ahora su trabajo le daba la oportunidad de hacer hasta copias de los cuadros de El Greco en su tiempo libre y, junto a su hijo mayor, de seguir revelando fotos e imprimiéndolas en papel dentro del laboratorio fotográfico que poseía.
Por el museo conocía a muchos personajes de la vida cultural, entre ellos al ceramista Vicente Quismondo o al artista Cecilio Guerrero Malagón, con quien entabló amistad. Muchos de sus óleos y, más tarde, de sus cuadros cerámicos se ven fuertemente inspirados por el estilo de su amigo Guerrero.
Cuando siete años después de la muerte de Quismondo se puso en venta su casa-taller en San Miguel el Alto, 8, Salvador Márquez se la compró a los herederos y acondicionó el edificio según las necesidades de los suyos.
Muy pronto el genius loci se adueñó de él y empezó a experimentar con pintar cerámica. Las cuevas antiguas del lugar habían servido de almacén y todavía albergaban, además de diversas piezas bizcochadas y numerosos paquetes de azulejos por pintar, todas las materias primas para esmaltar y pintar. Su afición crecía con cada pieza que decoró y su empeño fue tal que al poco tiempo se compró un horno propio.
Incluso se atrevió a copiar los apóstoles de El Greco en paneles cerámicos, precisamente aquellos que erróneamente tomé como obras de Quismondo al verlas por primera vez en una visita nocturna guiada (imágenes 3 y 4).
Cuando un amigo común luego se le enseñó mi librito sobre Quismondo con las fotos de ellos, Salvador Márquez se declaró no poco halagado por haber confundido yo su trabajo con el del maestro Quismondo y me invitó por primera vez a su casa. Así, a partir de 2017, lo conocí en persona.
Según don Salvador, lo mucho del antiguo taller que quedaba en las cuevas constantemente le estaba desafiando a continuar el trabajo del maestro, pero no pensaba nunca vender lo que estaba haciendo. Simplemente, se daba por contento con completar la decoración existente de la casa y disfrutar de lo que él mismo supo crear. Las imágenes 5 y 6 nos dan una idea de hasta donde llegó este autodidacta, que se había metido en la cerámica tan tarde, en su dominio de la técnica de cuerda seca, con una sorprendente variación de ornamentos desde lo mudéjar hasta los motivos coetáneos, inspirados por José Aguado.
Lo más original de sus trabajos cerámicos, tal vez, se manifiesta en sus vistas de Toledo (imágenes 7 y 8) y, seguramente, en los temas de los duendes de las cuevas, que recuerdan el estilo y el colorido del maestro Guerrero (imágenes 9 y 10). Solía firmar alguna de su obra con “Zapete”, el mote de su padre y así rendirle homenaje.
Es innegable que se dejan notar ciertas deficiencias respecto a perspectiva y composición; sin embargo, aquellos duendes transmiten un hechizo naif que encaja a la perfección con las cuevas mitológicas que hay allí.
Hasta que a principios de enero de 2024 le sobrevino la muerte mientras dormía, don Salvador solía habitar en la planta más alta del edificio, entre sus muchos libros y los apreciados recuerdos de una larga vida; no disponía de ascensor, pero sí de una terraza con vistas al corazón de su Toledo querida.
Que yo sepa, a pesar de su avanzada edad, no se planteó nunca mudarse extramuros a un piso más cómodo. Si salía de su barrio fue para cuidar su huerto en las afueras de Toledo y cosechar lo que había sembrado.
¿Quién sabe qué hubiera sido de la casa-taller de Vicente Quismondo, si don Salvador no la hubiera rescatado antes de convertirse en ruina total o en una promoción inmobiliaria? La llenaba con nueva vida y durante un tercio de siglo la enriquecía con más recuerdos, mientras la conservaba como sitio histórico: en cuyas cuevas se había reunido la prestigiosa peña “Los Candiles”, de cuyos muros seguía saliendo una auténtica cerámica toledana, cuya puerta durante muchos años se abría una y otra vez por la noche para dar paso a forasteros y nativos y dejarles sentir la magia de Toledo.
Este mérito nunca se le puede agradecer suficientemente a don Salvador. Ojalá que se encuentre una solución entre todos para preservar este lugar mágico.
Fuentes:
- Conversaciones con Salvador y Manuel Márquez Orozco y Salvador, el hijo del primero.