Portillo es para Toledo lo que Juan Ruiz de Luna es para Talavera y Daniel Zuloaga para Segovia y Madrid: cada uno a su manera bebía de las fuentes cerámicas del pasado, creó un estilo autóctono e inconfundible y contribuyó al renacimiento de una cerámica artística que engendró escuelas en cada una de las ciudades correspondientes. Lo incomprensible para cualquier amante de la cerámica española es que, a diferencia del caso Ruiz de Luna o Zuloaga, en Toledo no hay ni un museo, ni una calle, ni siquiera una placa de cerámica en la vía pública en reconocimiento de la importancia y de los méritos de Sebastián Aguado.
Según el libro de Rosalina Aguado Gómez y José Aguado Villalba (Sebastián Aguado. El tesón de un artista), corría el año 1854 cuando nació en Jimena de la Frontera (Cádiz), cuarto hijo de una pareja de maestros de Instrucción Primaria. Desde muy joven tomó clases de dibujo en Sevilla y luego entró en un estudio de pintura.
A los 17 años se fue al taller de los escultores Vallmitjana en Barcelona, donde se quedó dos años hasta volver a Sevilla y comenzar a trabajar en la fábrica de porcelana Pickman.
Continuó su formación artística en el extranjero: primero en Italia (Roma, Génova, Nápoles), después en Francia (París y Marsella) y finalmente en Portugal (Caldas de Rainha), dedicándose a estudiar la producción de lozas en los centros correspondientes. Al recuperarse de una grave enfermedad en Portugal decidió irse a Madrid hacia 1890, donde encontró trabajo en la Escuela Superior de Artes e Industrias (como mozo vaciador) y a partir de 1893 en la Escuela de Artes como maestro de cerámica, sustituyendo al recién fallecido Guillermo Zuloaga.
Durante los nueve años siguientes se dedicó a trabajos tan diversos como restaurar imágenes, reproducir piezas anatómicas en escayola para la Facultad de Medicina, crear escenografías para el Teatro Real, dando clases de dibujo y cerámica en el Círculo Católico de Obreros del Corazón de Jesús, participar en la restauración de las vidrieras de la catedral de León e impartir clases de vaciado en yeso en la Escuela Superior de Artes Industriales, entre otras cosas.
Su cerámica fue premiada con una mención honorífica en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901, el comienzo de una larga lista de reconocimientos artísticos. En 1902 Sebastián Aguado llegó a Toledo después de aquel largo itinerario profesional y artístico por recomendación de Arturo Mélida, arquitecto de la recién estrenada Escuela de Industrias Artísticas de Toledo y de la mano del pintor Matías Moreno, el primer director del centro. Entre las asignaturas (talla, modelado, vaciado, cerámica) que le ofrecieron como profesor, se decidió por la cerámica (ver foto 1 en la galería).Una de sus más excelentes alumnos fue María Luisa Villalba, que a partir de 1904 se convirtió en hija política de Matías Moreno; ella heredó el antiguo palacio de Maqueda de su padrastro cuando falleció en 1906.
Sebastián Aguado y María Luisa Villalba se casaron en 1909, se instalaron en dicho palacio y entre 1910 y 1919 tuvieron tres hijos, de los cuales el último, José, iba a continuar la saga familiar.
Aparte de dar clases, Sebastián Aguado construyó hornos de leña, primero en la toledana Antequeruela y luego dentro del solar del palacio donde vivía. Estudiaba los motivos y el vidriado de los fragmentos encontrados en las ruinas de los antiguos talleres para recrear los diseños y esmaltes parecidos a la cerámica toledana de antaño.Alrededor de 1919 los Aguado establecieron su taller en un anexo al palacio de Maqueda y unas de las primeras producciones allí es el zócalo del interior de la ermita de la Virgen del Valle (ver foto 2).
Gracias a su labor renacieron la decoración y las técnicas de la época islámica (ver foto 3), pero también los motivos renacentistas hispanos de finales del siglo XVI, y comienzos del XVII.
Copió en cerámica muchos cuadros de importantes pintores, pero además dejó retratados diversos rincones y paisajes, escudos e imágenes fundamentalmente toledanos.
Introdujo escenas del Quijote en la iconografía local y, sobre todo, consiguió, a base de muchos experimentos y desengaños, reintroducir el reflejo metálico en la cerámica toledana (ver foto 4).
Por el taller pasaron muchos futuros ceramistas; destacan entre ellos Ángel Pedraza, Vicente Quismondo y el joven José Aguado.
Para entender la personalidad del maestro Aguado me parece nada mejor que escuchar lo que dijo a Rafael Muñoz Valcárcel cuando éste le entrevistó para un artículo de El Castellano en agosto de 1920:
“Ya le he dicho que mi objeto es reconstruir la cerámica toledana, la de reflejos metálicos hispano-morisca. Mi ideal sería renacer lo antiguo sin olvidar la marcha moderna de la cerámica.»
Y luego siguió respondiendo a la pregunta de cuál es su trabajo más importante:
«El de cuerda seca y quiero hacerle una observación fundamental: todas las fórmulas y recetas compuestas por mí, se las doy a mis obreros y las tengo a disposición de quien las necesite, pues mi ilusión sería que esta industria se extendiera y llegase a adquirir el florecimiento de épocas pasadas”. (ibídem, pp.78-79).
Al jubilarse como docente en 1924, continuó trabajando en su taller y al año siguiente abrió un nuevo local junto al palacio enfrente de San Juan de los Reyes (ver foto 5). Ese mismo año se levantó el segundo edificio de la Escuela de Artes y Oficios sobre los restos del antiguo convento de Santa Ana y tanto el escudo que corona su portada como la cerámica decorativa por debajo originan del taller de los Aguado (ver foto 6). Todavía en 1931, a sus 77 años, don Sebastián se puso a restaurar los grandes escudos imperiales en los dos chapiteles de los torreones de la Puerta de Bisagra (ver foto 7).Falleció después de una larga enfermedad en julio de 1933. Aquí cito otra vez El Castellano, que en su necrológica del 13 de julio, 1933, escribió entre otras cosas:
«…Tuvo un solo deseo y una sola inquietud: resucitar el arte cerámico, aquella característica de tradición arábiga que distinguía, con tan brillantes esplendores a la cerámica toledana; y se entregó totalmente a estudiosas investigaciones, a costosos experimentos de laboratorio, en los que invertía sin duelo ni preocupación alguna, todo el dinero que llegaba a sus manos; pero su noble afán quedó satisfecho y coronado su esfuerzo con el triunfo pleno. Don Sebastián había arrancado al secreto de los siglos la magia de aquellos asombrosos alfares mudéjares que transformaban el barro mezquino en metales preciosos y rayos de luz. Se había reanudado la historia magnífica de la cerámica toledana. Y para que otra vez no se interrumpiera, don Sebastián pone su Escuela en su cátedra de la Escuela de Artes y en su propia casa, y en una y otra, formados con sus enseñanzas y animados con sus encendidos entusiasmos, crea discípulos y seguidores que mantendrán triunfante la tradición toledana…». (ibídem, pp.67-68).
Pido perdón por esta cita tan larga, pero más de 90 años después de su muerte impresiona la clarividencia de quien lo escribió en aquel entonces; estoy convencido que no se pudiera expresar con mejor acierto la categoría de Sebastián Aguado hoy mismo.
Bibliografía:
- Rosalina Aguado Gómez y José Aguado Villalba, Sebastián Aguado. El tesón de un artista, Toledo, Artes Gráficas, 1995.